miércoles, 4 de febrero de 2009

Soñé que moría...


Soñé que moría la noche anterior a un domingo. Al día siguiente nadie extrañaba mi cuerpo sobre la cama, cerraron la puerta de mi cuarto y me encerraron con el perro para no ser molestados. Con el tiempo nadie se acordaba de mí, ni siquiera el perro que se acostó sobre el colchón a temblar la muerte de otro. Mi cuerpo se fue desvaneciendo entre las sombras y las sábanas quedaron revueltas con mi partida. Mi madre se olvidó que alguna vez tuvo un primogénito y mi hermano siguió transitando mi cuarto, buscando las pistas de algo olvidado. Me dediqué a transitar la casa observando los cuadros donde no aparecía. Vi a mis primas y a mi hermano, a mis tías y a mi madre; descubrí que mi muerte, como mi nacimiento, nunca fue acontecimiento palpable, fue un recuerdo perdido.

Víctor Alarcón
Ganador del Concurso de Poesía para jóvenes voces,
de Monte Ávila Editores latinoamericana, 2008.

Imagen: Cabeza del padre en el lecho de muerte,
de Franz Marc (1907)

El mundo está ahí para mis ojos


El mundo está ahí para mis ojos

para que yo desnude a las cosas de su tiempo
y les restituya el temblor nebuloso
del instante que no pasa.

Porque a este mundo se le han roto los huesos
le han amanecido jaguares en la piel
empapados de sangre y rugido oscuro
y teme que un pájaro de ceniza
se le pose en la frente

por eso me ha estado esperando
para que yo le escriba una carne sin historia
una imagen lúcida, eterna

una piedra cuyo envés
sea la nada.

Pero ni el mundo ni yo nos desharemos
de la traición inevitable de los días
porque no conozco las sílabas cabales
que conjuran el milagro
de la tierra que contiene su respiración
sobre la página

y sólo sé balbucear
unos pocos versos
como hojas en llamas
como guijarros fosforescentes
que encajan en mis manos
y nada más.



Adalber Salas
Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura
en el rubro Poesía, USB, 2008

martes, 3 de febrero de 2009

Plegaria




No te puedo nombrar. No tienes nombre. Eres lo que se siente. Nunca lo que se explica. ¡Oh mi absoluto amado a quien descubro ahora sin que ninguna forma lo limite! Perdóname la antigua reflexión.


No eres lo que se piensa. Eres lo que se ama. No eres conocimiento, sino sólo estupor. No eres el perfil sino el asombro. No eres la piedra sino lo inaudito. No eres la razón sino el amor.


De la mano del ángel yo he ascendido a tu hallazgo que nunca es un concreto tesoro sino continuamente un descubrimiento inenarrable. El ángel, a mi lado. Sintió también intensa, más intensa que nunca, más intensa que con algo o con alguien, esa visión de inmensidad. Como con nadie, no porque cada caso es singular, sino porque aquel acto fue más hondo que todos lo suyos, como si recibiéramos de pronto un advenimiento infinito.


Y es inútil pensar en encarnarte. Eres lo que nunca se puede encarnar ni nombrar porque sólo nos juntas las manos y nos haces doblar las rodillas.


Déjame sentirte, ¡Oh infinitud, oh zona inmensa, dimensión sobrehumana, oh mi Dios, siempre con la piel deslumbrada tanto que el cuerpo se me vuelva luz! Déjame estupefacta, arrebatada, y déjame que vibre para siempre con la palpitación mía e íntima.


Quisiera ser aquella que permanece atónita, ante ti. La que no sabe de tu nombre, la que no sabe de tu forma. Ignorante si, pero una ignorante estremecida. Y que así sea.


Ida Gramcko (1924-1994)

Poemas de una psicótica (1964)

lunes, 2 de febrero de 2009

hagamos usted y yo...


hagamos usted y yo un largo viaje por la casa de los vivos. de esos ejemplares que, bien conservados, preguntan de usted y de mí. hagamos un alto en el recorrido sobre su cama para sabernos vivas, que somos la parte parecida a las tormentosas rayas de la noche, las que no vemos, las que no probaremos nunca. deme usted la parte de su cuerpo, esa orilla que nadie conoce, ni siquiera las intimidades de su baño ni los pudores discretos de su espejo. quiero acostarme con usted a esta hora para saber que la tengo debajo de una mano, las rodillas en su riñón, su espalda repartida.

Manón Kübler (1961)
Olympia (1991)

Tamaño de las hojas



uno pone la mano en una hoja, cualquier hoja
caída en el parque,
uno acerca con asombro la palma a ese verdor momentáneo
en la acera,
con temor o esperanza de que el toque
provea de luz el aire,
uno inclina sus dedos asombrados
sobre un trozo de árbol puesto en mínimo
espacio callejero

y al instante nota que el cielo sigue igual
de azul y cálido,
descubre que la tierra no ha levantado promontorios,
que los postes de luz siguen callados
bajo el peso del día

y que la hoja,
el verdor tumbado sobre el parque,
cabe justa en la mano sin romperla,
sin teñirla de dios multiplicado

Luis Moreno Villamediana (1966)
(de su libro Cantares digestos, 1995)