A los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han
publicado poemas en revistas y antologías, han participado en talleres, han
escrito artículos para anuarios escolares y quizá han concedido una o dos
precoces entrevistas. Ya tienen listos sus primeros libros, que están a punto
de aparecer en editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por ahora eso
no importa. Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los gerundios, de
los signos de exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente Huidobro,
a Delmira Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los unos a los
otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas.
A los veinticinco años ya han renegado de esos primeros
poemas, que consideran lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la
madurez como poetas, que a ellos les importa mucho más que la madurez como
personas. El segundo libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero
indudablemente es mejor que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz
propia y mientras tanto planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero
nadie quiere escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de
convertirse en crítico literario.
A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han
sido incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido
excluidos de otras tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por
momentos escriben solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas
exclusiones. Han publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado
dos editoriales y cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se
afirma que han participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y
que sus libros han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les
han traducido solamente un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya
es mérito suficiente.
Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse
cuando los presentan como poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que
aconsejan a sus alumnos que eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que
declaren la guerra a los puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les
inculcan la suprema libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante
larga de palabras: vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo,
ocaso, alma, espíritu, corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y
de logopoeia, pero se enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas
de dieciséis años y las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto
una foto de Alejandra Pizarnik.
A los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como
poetas jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez
irreversible. Los poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la
gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener
cuarenta años. De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto
inofensivos. Es más fácil incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los
recitales y aplaudirlos sin énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras,
verdaderos fracasados.
Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de
vez en cuando, señales equívocas. A los cincuenta, a los sesenta, a los setenta
años los poetas ganarán dos o tres premios menores; tímidos estudiantes de
pregrado y quizás alguna bella doctora norteamericana analizarán sus libros,
que tal vez serán traducidos al francés, al alemán, al griego o al menos al
argentino. Por lo demás, siempre habrá alguna editorial emergente interesada en
rescatarlos del olvido.
Da lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de
un premio, de una pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur,
lo que sea. Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados,
adolescentes ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo
les pregunta para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista.
Ellos suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía
salvará al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras
verdaderas y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen
toda la razón.
Por Alejandro Zambra
Publicado en Etiqueta Negra, número 65.