viernes, 16 de enero de 2009

Ella se columpia al borde del vacío



Ella se columpia al borde del vacío
interroga si ha llegado el tiempo
de perderse entre huellas mudas y borradas
imprecisas marcas de un pie deforme
Sus manos calcinadas intentando un rayo de arcoiris
cuenta viajes y presencias que no sabe
si existen o son locuras de una mente enferma
Ella se derrumba se levanta sobrevuela el cansancio
emprende rutas de olvidos y torturas
donde una ola negra la recubre
bebe un extraño licor ácido
Un río de perdido olvido desanda el hilo que tejió al revés
Ella sueña con senderos de aguas
un lugar donde no haya sílabas mordidas
cruel espantapájaros que atraviesa su espalda.

Teresa Coraspe

Toda la mañana ha hablado el viento




Toda la mañana ha hablado el viento

una lengua extraordinaria.

He ido hoy en el viento.
estremecí los árboles.
Hice pliegues en el río.
Alboroté la arena.
Entré por las más finas rendijas.
Y soné largamente en los alambres.

Antes -¿recuerdas?-
pasaba pálida por la orilla del viento. Y aplaudías.

Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962)

Nombres



Te llamas hoja húmeda, noche de apartamento solo, vicisitud.
campana, tersura y lascivia, ingenuidad, lisura de la piel,
luna llena, crisis,
oh mi cueva, mi anillo de saturno, mi loto de mil pétalos,
Éufrates y Tigris, erizo de mar, guirnalda, Jano, vasija, tórtola,
S. y trébol,
ovípara,
uva, vellocino y petrificación;
podrías llamarte…
pero tu nombre es
lecho, lavamanos, dentífrico, café, primer cigarrillo,
luego sol de taxis, acacia, también te llamas acacia y six pi em
-em- o half past six o seven, cerveza y Shakespeare
y vuelves a llamarte hoja húmeda, noche de apartamento solo
día tras día,
sí, tienes tantos nombres
y no te puedo llamar,
todo tan absurdo como esa mañana sin amor que el espejo
de los baños recoge y protege,
todo tan desoladamente inabordable,
todo tan causa perdida.


Rafael Cadenas (1930)

martes, 13 de enero de 2009

¿Cuál es ese campo...



¿Cuál es ese campo
de donde uno viene con la boca muda?

¿Cuál sendero
me sigue después de haber llegado?

¿Qué me eleva
en el valle
como una colina en los ojos?

¿Qué parte queda encendida
cuando me detengo
y me pierdo?


Luis Alberto Crespo (1941)

Fábula




En un país cada vez más lejano

un crítico decidió declarar a un amigo suyo

el poeta más importante de ese país

Pero otros poetas de ese país protestaron


Hubo entonces que declararlo

el poeta más importante de la ciudad

Pero otros poetas de esa ciudad protestaron


Fue declarado entonces el poeta más importante

del pueblito más lejano de ese país

Pero otros poetas de ese pueblito protestaron


Así se le declaró el poeta más importante de la

aldea más lejana de ese pueblito

Pero otros poetas de esa aldea protestaron


Fue declarado finalmente

el poeta más importante de la cabaña de la colina

más distante de aquel cada vez más lejano país


Pero en esa cabaña

había un perro que le ladraba a la luna



Gonzalo Fragui (1960)

EL Taller Literario y el escritor



Sobre la naturaleza de los talleres literarios se ha reflexionado copiosamente. Demasiado para lo que en realidad son: un mecanismo, un sistema. Vienen a sustituir a la aleatoria operatividad de las peñas literarias. Éstas, más cercanas a la amabilidad de unas ciudades pequeñas, ociosas, han cedido el paso al compromiso de un día por semana y un horario. Saber si estos rigores conducen hacia mejores playas es cosa que sólo el tiempo puede ir esclareciendo. Por lo pronto ya son dieciséis años de práctica del taller literario en Venezuela. En todos o casi todos los estados funcionan estas suertes de reuniones que, a los ojos de cualquier transeúnte, parecen unas juntas de masones o de conspiradores políticos. Es obvio que nada cercano al esoterismo ocurre en estas sesiones de trabajo. Por el contrario, son bastantes más puntuales de lo que la gente se imagina. En alguna medida al taller llega un compendio de las insuficiencias de la educación venezolana. Quienes a él acuden ignoran qué es un poema; han leído muy poca poesía; desconocen totalmente la obra de poetas venezolanos y, además, blanden unos cuantos prejuicios. Por supuesto, existen las excepciones. Se acercan lectores que intentan la escritura pertrechados de un buen equipaje. Pero son minoría. Es decir, son la minoría que insiste luego de la primera reunión. A ésta acuden casi treinta almas ansiosas. Van en busca de ansiedades similares, buscan espejos, buscan oído para sus soledades, intuyen virtudes en los escritores que éstos no necesariamente tienen, buscan algo que no saben exactamente qué es, pero que con tan solo una cita comprenden que allí no está.

A la segunda reunión asisten veinte, a la tercera quince y, finalmente, a la cuarta sólo acuden ocho; los ocho que han entendido que además de los arrebatos de la inspiración, escribir implica el goce por encontrar el sitio exacto de una coma. Estos ocho son capaces de desdoblarse y olvidar el sentimental, doloroso, romántico, íntimo o desgarrador motivo que provocó el nacimiento de un texto. Son los que oyen atentos las sugerencias de sus compañeros y no las interpretan como ofensas imposibles. Son los que más allá de la robustez de sus autoestimas intuyen que el lugar de la creación es paciente, persistente y humilde.

Nadie pretende per se que estas reuniones deriven en cenáculos elitescos; incluso todos atendemos el eco que sobre la literatura pesa cada vez más: es para elegidos, es aristocrática, etc. Esta gota de agua en contra del perfil minoritario de la literatura atormenta a muchos. En buena medida el taller literario, como mecanismo, responde a la idea de democratizar el ejercicio de la escritura y, obviamente, de la lectura. Pesa sobre los escritores una suerte de mala conciencia por lo reducido de sus esferas e, injustamente, con frecuencia salen a relucir glorias del pasado que sí conectaban con el alma popular. Quines acusan a los escritores de hoy de impopulares e incomprendidos apoyándose en la notoriedad, por ejemplo, de un Andrés Eloy Blanco, no se dan cuenta de que las cosas cambiaron. Ni siquiera un mitin político al que asisten cincuenta mil almas es indicativo de popularidad si se le compara con el mago de la cara de vidrio, vale decir, la televisión. Por más que un recital de poesía congregue, hoy en día, a mil personas, sigue siendo un evento mínimo del que ni siquiera una pequeña noticia en el periódico podría esperarse. Apenas quinientas personas escuchando los versos de Andrés Eloy Blanco, Jacinto Fombona Pachano, Pío Tamayo y Antonio Arráiz, bastaron para inmortalizar aquel recital en la semana del estudiante del año 1928. Ni los escritores, ni los políticos, ni nadie ajeno a los medios de comunicación social puede entrar en relación con las grandes mayorías. Lo que sería un esfuerzo titánico de convocatoria para un partido político, para un canal de televisión es cosa simple, muy simple. Basta encender la televisión un sábado en la tarde para constatarlo. Por qué pedirle, entonces, peras al almo. Si la escritura es cada día más un ejercicio de elegidos en comparación con las hordas que leen Gaceta Hípica, no es algo que dependa exclusivamente de la capacidad comunicativa de un escritor. El más leído de los articulistas de un periódico (o de otro) se comunica con la centésima parte de gente que Joselo en media hora de televisión. Si el asunto es llegar a la mayor cantidad de personas posible, pues olvídese de la escritura, de la escritura literaria, se entiende.

Está claro que el gusto de las grandes mayorías sólo puede ser indicativo de eso: el gusto de la mayoría. Pero, de allí a pensar que lo que le gusta a todos es lo bueno es una ecuación inaceptable. Puede ser que el jabón que a todos gusta sea el mejor, no así un cuento o un poema. Aquí las cosas se complican considerablemente. Hay editores en el mundo que para darse el gusto de publicar un texto valioso (y minoritario), se ven en la necesidad de editar basura (metafísica engañosa y pobre o pornografía o libros para supuesta superación personal) que sí representa ganancias. Lo que es bueno para el deseo de la mayoría no es, siempre, lo mejor (ya lo sabemos).

Toda esta incursión paralela al tema del taller literario tiene sentido en la medida en que nos ayuda a dibujar el entorno en donde este fenómeno ocurre. No hay que ser muy avezado para saber que el mundo contemporáneo, sus resortes y sus estímulos, en casi nada incentiva la lectura y mucho menos la escritura. Un taller literario es un margen, una orilla que el discurso actual tolera o, más bien, ignora indiferentemente. Por todo esto, y por muchas otras razones, quien acude a un taller lo hace movido por impulsos distintos al poder, la fama o el consentimiento del público; lo hace (o debe hacerlo, más bien) por el placer de desarrollar una escritura.


Por Rafael Arráiz Lucca

(Tráfico, Guaire y otros ensayos. Ediciones de la Casa de Asterión. Caracas. 1997)

"Un buen poema siempre revela un secreto". Entrevista a Benjamín Prado




BENJAMÍN PRADO, escritor


¿Se puede aprender a escribir poesía?


Si yo supiera el secreto para escribir poemas geniales, no lo compartiría con nadie. No existen secretos para escribir un poema perfecto. Valery decía que un poema no se termina, sólo se abandona. Lo que sí creo es que se puede enseñar a la gente a quitarse de la cabeza todos esos tópicos que tanto daño hacen a la poesía: la inspiración, la emoción, la sensibilidad.


¿Y qué hay que meterse en la cabeza para componer un poema?


La poesía es un género de ficción que tiene sus reglas y sus métodos. Un poema tiene que tener un tema, una estructura, una voz, una combinación de sonidos y silencios determinada para que funcione. Porque si no la tiene, el lector se da cuenta, aunque no sepa nada de poesía. Es como el que no sabe de música pero está escuchando una orquesta y nota que el violín desafina. Esas cosas sí se pueden enseñar. Las otras no. Si las supiera...


¿Un principiante concentra todos esos defectos?


Cuando empezamos a escribir, todos confiamos demasiado en nuestros sentimientos, nuestras historias, nuestras ganas de contar cosas y que nos oigan. Si algo le sobra a la literatura es la primera persona, hay un exceso de primera persona que me irrita mucho. Pero cuando empiezas a escribir piensas que eres el material más importante para un poema. Hay que aprender que no.


¿Se puede enseñar a reconocer si un poema es bueno?


Sí. Eso de lo que los juicios de valor no existen lo han inventado los malos poetas o los malos críticos. Se puede reconocer porque un poema tiene algo de puramente mecánico, de taller. No puede tener asonancias, no puede tener consonancias no buscadas. Si quieres crear sensaciones en el lector, tiene que adaptarse lo que se cuenta con el ritmo del poema. No es lo mismo un poema de palabras cortas, que vaya rápido, o el de El río de Octavio Paz, que es un poema sobre la grandeza de la Naturaleza y la pequeñez de las personas. Para escribir ese poema, adopta un ritmo de versículos que si lo lees como está escrito, te ahogas, te sientes pequeñito, quebradizo y frágil. Claro, yo estoy hablando desde el punto de vista del escritor. Igual un publicista piensa que puede vender cualquier cosa, pero sólo se vende durante un tiempo. La gente no es tonta. La idea que se tiene de que se puede engañar todo el tiempo a todo el mundo no es cierta. La gente puede leer a Dan Brown, pero no toda la gente.


¿Pero cómo se sabe qué descartar y qué no?


Es el trabajo más difícil. Las dos cosas más importantes son encontrar una voz propia pero también desconfiar de ella, porque si uno se acomoda, repite, repite y repite.


Defiende la escritura de la poesía que explica las cosas, y desecha la que confunde y encierra al lector en una jaula. Pero, ¿no hay más poesía confusa que clara?


Siempre ha habido más poesía mala que buena. La Generación del 27 no eran Cernuda, Alberti y Lorca, había muchos más, peores, que el tiempo ha ido destilando. Un buen poema siempre revela un secreto, te aclara algo. No me interesa la poesía de la cotidianidad, ni la que confunde al lector poniendo una sucesión de palabras de cinco o seis sílabas. Poeta en Nueva York es un libro oscuro, pero es la más clara denuncia del capitalismo que he leído jamás.


Procura, entonces, una desmitificación de la poesía.


Al contrario. Creo que desmitificarla es querer que todo valga, que todo sirva, que cualquier cosa por el mero hecho de escribirse y de publicarse vale. Yo le tengo un respeto enorme a la escritura. Cuando empecé a escribir a los 17 años decía una frase de la que todo el mundo se reía: "Nunca escribas nada que un día te avergonzases de enseñarle a Dylan". La gente se reía. Publiqué mis primeros libros y la gente se seguía riendo. Pero seguí publicando libros, algunas novelas se empezaron a traducir por aquí y por allá, también en Estados Unidos e Inglaterra. Cuando Dylan vino a tocar a San Sebastián en 1999, por fin me acerqué a él y le di un par de novelas mías traducidas al inglés: al final si valió la pena pensar que no podía escribir nada que me avergonzase de enseñar un día a Bob Dylan. Por eso a mí me gusta mucho tener mitos. Es bueno pensar: no escribas una novela que te avergonzara enseñarle a John Cheever. Es bueno sentir que escribes con Cernuda o T.S. Elliot en tu hombro.


Tomado de: http://www.noticiasdegipuzkoa.com/ediciones/2006/05/19/mirarte/cultura/d19cul80.195056.php

El escritor sufre considerablemente





El escritor sufre considerablemente

¿Qué significa esta sed partida?
¿Este rectángulo interior

entre puntos y líneas?

Debe resignarse ante la duda

La muerte empolla un huevo

con gran lisura

Todo es atropello piensa

miedo a secas

Odia la escritura


Yolanda Pantin (1954)
Imagen: El creador de libros, de José Boyanos

La poesía




La poesía cruza la tierra sola,
apoya su voz en el dolor del mundo
y nada pide
ni siquiera palabras.

Llega de lejos y sin hora, nunca avisa;
tiene la llave de la puerta.
Al entrar siempre se detiene a mirarnos.
Después abre su mano y nos entrega
una flor o un guijarro, algo secreto,
pero tan intenso que el corazón palpita
demasiado veloz. Y despertamos.

Eugenio Montejo (1938-2008)

lunes, 12 de enero de 2009

Sacerdotisa




A veces juego con la idea de matarte

(después de todo, querido,

nadie es inocente)

y entonces pienso en sacerdotes antiguos

ataviados de oro y lino blanco,

incienso rumbo a los cielos,

la precisión de la obsidiana afilada

en noches de luna menguante,

un pecho al descubierto,

la tensión rápida y certera

de una mano educada para el puñal,

el placer de los dioses,

la satisfacción del deber cumplido.

Y hay orden de nuevo en el mundo,

la lluvia se derrama por los campos,

el viento hincha las velas aqueas

y la tierra es fértil otra vez,

pero entonces tú te acercas, querido,

con los brazos abiertos

y yo sonrío culpable

besándote la garganta,

las muñecas, la sien.

La vida, allí donde late vulnerable.


Alicia Torres (1960)

Del poemario Fatal (Fundarte, Caracas, 1989)

Guaire




En Caracas hay un río que todos los días olvidamos. Más que un río, es un hilo marrón y atormentado, un desague del mundo. El hedor horizontal de nuestras vidas. Pero también es río y tiene orillas. Caminarlo, en esta ciudad, es privilegio del vagabundo. Nadie más posee esa mirada, ese ángulo de la autopista. Es su pasaje privado. Porque estamos hablando de un río solitario y malquerido. Sólo aquellos que pertenecen a la geometría de la miseria lo poseen. De vez en cuando deberíamos extrañarlo. Es la cintura de nosotros, el agua última de nuestra ciudad.

Leonardo Padrón (1959)
Boulevard (2002)

Ser o no ser poeta




Al navegar por el ciberespacio buscando poesía, uno encuentra por lo menos dos corrientes de signo opuesto. Por un lado están los poetas que encarnan la esperanza de que el arte no dejará de manifestarse ni morirá la esencia de la poesía. Se encuentra uno con voces que conmueven y que exudan la conciencia del respeto por quien lee; voces que se descubren puras y se nutren de su personal visión, que transmiten la fuerza de su paso por el mundo y que no pretenden más que dar, con extraordinario ímpetu, una parte de sí mismas. Poetas que transpiran cada verso y se dejan desangrar en sus poemas. En la vereda de enfrente, en cambio, uno se encuentra con un hato de personajes convencidos de ser la reencarnación de Oliverio Girondo o cualquier otro poeta universal, y que, si algo tienen de alguno de ellos es la semejanza, en el mejor de los casos, del blanco del ojo.


Estos seudo-poetas pululan en foros de poesía esperando recibir elogios. Creen que el poeta no necesita más que su iluminada esencia para hacer poesía. Repudian a los que se esfuerzan por crecer, y defenestran a los que estamos convencidos de que para hacer literatura hay que leerla, hay que conocer las técnicas y buscar la propia voz, y nos acusan de atrevernos a insultar el sacrosanto lugar del sentimiento. A estos personajes les decimos: ¡Basta de paparruchadas!


¡Basta! Estamos cansados de leer una y otra vez las mismas frases manidas que se escriben desde que el mundo es mundo, estamos hartos de escuchar que el poeta sólo escribe con el corazón, estamos agotados de los que dicen que no quieren leer poesía porque no desean contaminarse. Estamos asqueados de los pretendidos vanguardistas de medio pelo, de los que defienden con uñas y dientes la falta de moderación y de quienes insultan a todo el que intenta acercarles un poco de claridad, o al menos, un poco de experiencia.


Jaime Sabines —poeta nacido en Tuxda Gutiérrez, Chiapas, México, en 1926— dijo: “La libertad se adquiere, paradójicamente, con el mayor rigor y la mayor disciplina. Así es la creación poética. Alguna vez dije que era un ejercicio impúdico, en el que el hombre se tiene que desnudar para escribir. El poeta tiene que darse totalmente en cuerpo y alma. Entonces hay que dejar muchísimo para escribir. No es cuestión de que le dicten a usted todos los poemas. Hay que tener el oído bien despierto, alerta los ojos y toda la piel al descubierto, y escribiendo aprender a escribir, como el nadador que quiere llegar a nadar bien y tiene que meterse al agua todos los días; ése es el hecho de escribir, el ejercicio de escribir, la disciplina de escribir. Sólo a través de muchos años se van obteniendo resultados, únicamente cuando se ha hecho una buena siembra se van cosechando productos consistentes.” (“La poesía es un destino”, entrevista a Jaime Sabines por Ana Cruz).


Sin embargo, estos personajes de los que hablábamos insisten en que las musas llegan de improviso y los invaden, aseguran que entonces la poesía sale, se manifiesta, y el producto de esa inspiración es arte. Dicen que si uno corrige lo que escribe deja de ser fiel a sí mismo. Dicen que no buscan fama ni aplausos, pero saltan como fieras cuando alguien se atreve a señalarles que lo que escribió está plagado de frases hechas y carece de musicalidad o, por el contrario, agobia con rimas que se ven forzadas. A estos personajes habría que decirles que son unos pelafustanes si dejan que las pobres musas hagan todo el trabajo y no usan un poquito la cabeza para moldear aquello que la inspiración ofrece. Y también, que ser fiel a uno mismo es justamente lo contrario de lo que piensan, puesto que la verdadera fidelidad consiste, ni más ni menos, que en el trabajo constante, en la corrección, la búsqueda de nuevas maneras de expresión, en la experimentación con la propia voz y no la copia edulcorada de los versitos que se imprimen en las tarjetas de felicitaciones.


Sobre esta búsqueda habla Abelardo Castillo, escritor nacido en San Pedro, Argentina, en 1935, en una entrevista que le hicieron en Artnovela.com.ar:
“Yo nunca siento que lo hecho está terminado. Y no creo que la corrección pertenezca a la retórica. A lo que trivialmente llamamos literatura. Paul Valéry tocó este tema de la corrección. Él decía que se trataba de algo que uno hacía en uno mismo, llevado por la pasión de acercarse a un modelo ideal al que nunca se llegará. Esto pertenece menos a la literatura que a una zona metafísico-poética. ‘Es un acto ético, más que estético’, decía Valéry. En definitiva se trata de aproximar ese original todavía indeciso, que está entre el ser y el no ser, al modelo ideal que uno tiene en la cabeza mucho antes de sentarse a escribir.”


Juan Gelman (Buenos Aires, Argentina, 1930) se expresó en igual sentido, en oportunidad del reportaje realizado por Claudio Zeiger para Radar, suplemento de Página/12, Argentina, en octubre del 2001: “En realidad ningún poema se termina nunca. Como decía Octavio Paz, en realidad el poema no se termina sino que se abandona. La corrección es lícita y necesaria. Yo solía escribir todas las noches, desechaba lo que no me parecía bien, sobre todo cuando veía que asomaba la maquinita de la poesía. En general he escrito series de poemas que se convirtieron en libros o no pero en el término de unos dos o tres meses. Con Valer la pena es la primera vez que tardo tantos años en terminar un libro. Y bueno, con respecto a la tercera parte de la consigna, soy claro. Tirar significa eso: tirar a la basura. Pero no hay arrepentimiento.”


Para escribir poesía hay que abrirse al mundo, hay que leer. Hay que atreverse a matar un mal verso para parir un buen poema.


Para escribir poesía hay que salir del agujero de uno mismo, abrir los ojos y el alma, aprender de los que caminan por ella y la enaltecen; hay que respetarla. Marcelo di Marco (Buenos Aires, Argentina, octubre de 1957) expresó en una entrevista: “Creo en la poesía. Creo en la fuerza de la poesía, y trato de acercarme a ella con sumo respeto en cada nuevo poema que intento.”
Empaparse de esa fe y ese respeto es la única manera de sentir y escribir poesía.


Ser o no ser


Hablar de poesía, cuando se siente profundamente la poesía, cuando uno intenta hacer poesía, puede resultar difícil. Pero aconsejar a quien se inicia en la creación poética, cuando ese alguien se niega a tomar conciencia de que escribir poesía no sólo es un placer, sino también una manifestación responsable de la propia visión, que requiere mucho más que frenesí, es mucho más difícil; o al menos, un arduo trabajo. Hay que superar las barreras de la necedad, la vanidad y sobre todo, de la negación que comúnmente poseen los poetas del corazón.


Cuando uno comienza a andar el camino de la poesía debe tener la humildad de reconocer que dicho camino es eterno, y la fe suficiente para saber que sólo alcanzaremos la meta cuando el último suspiro nos abra las puertas de la muerte.


Karina Sacerdote (tomado del Blog "Fin")

¿Puede enseñarse la poesía?




¿Se puede enseñar la poesía?


Si existen escuelas para el teatro y el cine, por qué no ha de haber instituciones que se ocupen de la enseñanza de la poesía.


En las Escuelas de Letras, a pesar de la existencia de Departamentos de Talleres, prevalece una perspectiva historicista y perceptivista en la enseñanza de la literatura y la poesía.


Los Talleres Literarios han caído en otra atrofia: la exageración de la práctica artesanal. En muchos talleres el aprendizaje de la poesía derivó en la triste elaboración de "cascarones de poemas": cadáveres exquisitos, jaikús, textos escritos en cinco minutos, etc. Una escritura sin alma, meros ejercicios de caligrafía.


La creación de un buen poema requiere participar de un proceso espiritual profundo. El poema es una actividad espiritual que se sirve de la palabra.


Una educación dirigida a poetas y lectores de poesía debe ser una educación para el despertar de la vida interior. La enseñanza de la poesía no puede limitarse a la lectura de manuales como la Gramática de la fantasía de Gianni Rodari.


¿Pero cómo iniciar en el contexto de una educación formal el aprendizaje de la vida espiritual? ¿Debemos incluir en su pensum temas como: la experiencia del amor, la muerte, la geografía y la botánica? La lista podría ser interminable, al final tendremos un "aula utópica" donde la discusión de nuestras vidas finalmente será materia de estudio. ¿Pero contamos con maestros capaces de impartir un pensum tan vasto e inaprensible? Estoy seguro de que muchos lectores dirán que NO. Personalmente creo que SI disponemos de maestros. Cualquier maestro arrobado por la curiosidad de conocimiento, con amor por los libros de viajes y antiguos tratados de astronomía, puede orientar una firme vocación hacia lo poético. Y en esto debemos andar sin demoras, porque la poesía sí puede enseñarse.


Igor Barreto (poeta venezolano)

domingo, 11 de enero de 2009

La Biblioteca del Náufrago



Yo no sé:


El niño busca su voz
(La tenía el rey de los grillos)
En una gota de agua
Buscaba su voz el niño

Ay del que no busque su voz en la gota de agua amarilla que lloran los grillos cuando sale el sol sobre el horizonte de la noche despierta. Las palabras son los párpados que dejan ver al ojo triste de las ideas la alegría que tiene el pensamiento cuando nombra por primera vez algo de aquello que hasta entonces no existía.

Sólo desde la inocencia del que nombra para inaugurar cada mañana una nueva existencia del mundo, puede existir la poesía. Porque la poesía, como el amor, es un funicular entre las violetas y los girasoles, una caja de música donde aprenden solfeo los ruiseñores, un destornillador para hacer girar la melancolía de los planetas que se oxidan bajo la lluvia de estrellas.

Sin niño no hay poeta, como no hay mar sin color azul ni cometa sin aire; la poesía es un huevo de paloma donde nace un caballo con alas, la poesía es todo lo que no puede suceder y sucede, la poesía es un alma ilusionada de futuro, no un arma cargada con las feroces muecas del pasado.

Sin juego no hay poesía, la poesía es un juego de palabras que le canta las cuarenta al tahúr de la muerte, es decir al compadre gris del eternal silencio y al párroco negro de los cementerios. La poesía es la biografía del arco iris que leen durante las largas sequías los desiertos que se extienden por la conciencia de los animalitos pobres, la poesía es una catedral de hielo que se evapora en nubes y funda los valles del Nilo.

Cuando la poesía crece se hace literatura, y entonces deja de ser poesía, como el niño que prefiere dejar de ser alas de pájaro para convertirse en tela de corbata. Sólo la poesía que permanece en estado de inocencia, en idioma de piedra blanca y astros fugaces, en diálogo de árbol que toca con sus ramas vivas el cielo, puede seguir pareciéndose a las palabras que desde que tenemos memoria del mundo son las semillas portadoras de cuanto repuebla espiritualmente la Tierra.

Yo he venido a hablaros de lo que no sé con unos versos de Lorca en la mano. Nadie sabe nada de la poesía, porque tampoco la poesía sabe nada de sí misma, existe como una montaña de cuyo porqué brota el río que nace ya con la previa imaginación de la nieve. ¿Qué sabe del mundo la nube que pasa? Nada, y esa nada es su saber, un conocimiento enjaulado en su propio secreto, un estar ahí en el azar de la existencia cumpliendo un encargo remoto. El encargo de dar de beber agua del cielo a los huéspedes de la esperanza, a los desterrados de la felicidad, a los arrojados a la intemperie por la penuria que atraviesa con su cascabel de latas oxidadas las épocas ominosas de la crueldad.

Los poetas son taxistas que llevan a la gente donde la gente quiere ir, ayudan con las maletas a los desvalidos, enseñan el camino a los errantes que van en busca de su propia vida. La poesía no tiene yo sino nosotros, una voz que es el eco de muchas otras voces prestadas. Voces que llegan al poema emigrando desde el país silencioso donde permanecen inmaculadas y puras la sonrisa de los muertos.

La poesía no se parece a la fe, es la fe de las teorías inexplicables, es la casa de huéspedes donde pasa la noche sola la razón sin razones, el ánimo que presta el hueco de su alma a las emociones sensibles. No un yo, sino un todos nosotros, es la poesía; un coro concertado de voces, de mitos, de supersticiones y sueños, de ideas relacionadas con el recuerdo de lo mágico, con la alacena de la memoria donde guardan las antiguas huellas de los dioses el fruto de su oscuridad; la poesía son las lágrimas de la historia que fertilizan con delicadeza la rosa de piedra de las civilizaciones. Su palabra sana la derrota de los silenciados, pone piedad y misericordia en el mapa de las heridas, resiste súbitamente al mal con la conciencia del buen antepasado, aquel que fundó en la necesidad de la belleza su única justicia: el derecho civil a la felicidad, la única prohibición legítima de los parlamentos de la responsabilidad: la prohibición del sufrimiento.

Ése es el primer libro que leí, un libro escrito con los ojos que cosían, con las manos que amasaban el pan, con la transparente y maravillosa cabeza de mis antepasados analfabetos, campesinos de las montañas del Noroeste, sastres humildes, panaderos madrugadores. No leyeron libros, no conocieron otras letras que las de su nombre, no tuvieron otra patria que el milagro de la intuición que hace visible la casa de la honradez. No hubo otros libros en mi casa natal, las lecturas de mi biblioteca comenzaban en las instrucciones de las sopas de sobre y terminaban en los prospectos de los medicamentos. Palabras mágicas, palabras que sanaban, penicilina, ácido acetilsalicílico, palabras que sabían a lo desconocido, al consuelo, al cumpleaños de los árboles, al canto de los búhos en las heladas noches de los inviernos del Bierzo.

Ésa es la fundación, el libro hablado de los ebrios bebedores del anochecer, descendientes de Noé, en las bodegas de una pequeña ciudad de provincias, de las madres que siguen desgranando guisantes bajo las lápidas, de las campanas que aún suenan en el centro del mundo elogiando la duración de la vida y la invención del silencio, la patria de los pájaros que se posan en sábado sobre las ramas florecidas de la Torá.

Juan Carlos Mestre

El Taller Blanco



Quienes en nuestros días se sienten atraídos por el aprendizaje de la escritura poética, pese a tantos impedimentos que procuran disuadirlos, no sabemos si para bien o para mal, pueden al fin y al cabo encaminar su vocación a través de un taller de poesía. El experimento es novedoso entre nosotros, pero cuenta, como en muchas otras partes, con un manifiesto número de defensores y detractores. La tentativa, sin embargo, aunque opera de forma más o menos idéntica, esto es, congregando a una guía y a una seleccionada docena de participantes, puede proporcionar resultados tan dispares como los mismos grupos que la integran. Depende en mucho de la formación y sensibilidad de los concurrentes, y sobre todo del clima fraterno y cordial que a través de la práctica llegue a establecerse. Lograr desde el inicio que cada uno distinga su voz en el coro, que no perciba en el guía más que un persuasivo interlocutor, en vez de un conductor hegemónico, constituye sin duda un buen punto de partida. El habito de la discusión fecunda, los estímulos al trabajo, el respeto mutuo y todo lo que, para usar una expresión de Matthew Arnold, podríamos llamar "la urbanidad literaria", se seguirá naturalmente de ello solo.

No desestimo, por mi parte, la conveniencia de los talleres, aunque se sienta escépticamente respecto de sus alcances. Alimento el prejuicio, algo romántico, es verdad, de que la poesía como todo arte es una pasión solitaria. Una multitud, como advierte sagazmente Simonne Weil, no puede ni siquiera sumar; el hombre precisa abstraerse en soledad para ejecutar esta simple operación. Por esto quizá el titulo puesto por Shönberg a su Memorias se me antoja uno de los más apropiados para resumir las peripecias de una vida consagrada al arte, a cualquier arte: Cómo volverse solitario. Sólo en la soledad alcanzamos a vislumbrar la parte de nosotros que es intransferible, y acaso ésta sea la única que paradójicamente merece comunicarse a los otros.

Sé que muchos replicarán que en poesía, amén de los dones innatos, cuenta un lado artesanal, propiamente técnico, común también a las demás artes tanto como a las modestas labores de orfebres. Son los llamados secretos del oficio, cuyo dominio es en cierta medida comunicable. No faltará, por otra parte, quien me recuerde el conocido apotegma de la Lautréamont: la poesía debe ser hecha por todos. El acervo del folklore parece confirmar el triunfo de esta contribución múltiple y anónima: según ella, las palabras se van puliendo al rodar entre los hombres, como las piedras de un río, y las que perviven resultan a la postre las más estimadas por el alma colectiva. Todo ello es verdad, con tal que no olvidemos que en cada instante de este proceso ha existido un hombre real, que nunca fueron varios, por innombrado que lo creamos. Sí, la poesía debe ser hecha por todos, pero fatalmente escrita por uno solo.

En cambio, cuando corresponde a los procedimientos artesanales, a los secretos de hechura, a toda esa vasta zona que con sumo ingenio analiza R. G. Collingwood en su libro Los principios del arte, me parece que es éste el campo verdaderamente propicio al cual la gente del taller puede consagrarse. Puesto que escribimos en nuestra lengua, es en ella principalmente, vale decir en las creaciones que conforman su tradición, donde averiguaremos el cómo de su intimo gobierno; del qué y del cuándo bien podremos aprender no sólo en la nuestra, sino en cuantas lleguemos a conocer.

La palabra taller, tiene según el Diccionario de la Real Academia, dos acepciones, una concreta y otra figurada. La primera se refiere al lugar en que se trabaja una obra de manos. La segunda habla de la escuela o seminario de ciencias donde concurren muchos a la común enseñanza. El taller de poesía tiene de una y de otra. Lo es en sentido real y figurado a la vez. Hay obra de mano como también participación en el común aprendizaje. Tal como existen hoy por hoy, yo y quienes cuentan más o menos mi edad no los conocimos. No tuvimos la dicha o desdicha de reunirnos para iniciarnos en el mester de poesía. ¿Dónde, pues, fuimos a aprenderlo? Otros responderán de acuerdo con sus personales derivaciones. En cuanto a mí, he dicho que no asistí a ningún lugar donde ganarme la experiencia del oficio. Así al menos, porque lo creía, lo he repetido. Quiero rectificar ahora este vano aserto pues no había reparado en que, siendo niño, muy niño, asistí intensamente a uno. Estuve mucho tiempo en el taller blanco.

Era éste un taller de verdad, como es verdad el pan nuestro de cada día. Mi padre había aprendido de muchacho el oficio de panadero. Se inició, como cualquier aprendiz, barriendo y cargando canastos, y llegó a ser con los años maestro de cuadra, hasta poseer más tarde su propia panadería, el taller que cobijó buena parte de mi infancia. No sé cómo pude antes olvidar lo que debo para mi arte y para mi vida a aquella cuadra, a aquellos hombres que, noche a noche, ritualmente, se congregaban ante los largos mesones a hacer el pan. Hablo de una vieja panadería, como ya no existen, de una amplia casa lo bastante grande para amontonar leña, almacenar cientos de sacos de harina y disponer los rectos tablones donde la masa toma cuerpo lentamente durante la noche antes del horneo. Son los seculares procedimientos casi medievales, más lentos y complicados que los actuales, pero más llenos de presencias míticas. El sentido del progreso redujo ese taller a un pequeño cubículo de aparatos eléctricos en que la tarea se simplifica mediante empleos mecanizados. Ya no son necesarias las carretadas de leña con su envolvente fragancia resinosa, ni la harina se apila en numerosos cuartos de almacenaje. ¿Para qué? El horno, en vez de una abovedada cámara de rojizos ladrillos, es ahora un cuadrado metálico de alto voltaje. Me pregunto, ¿podrá un muchacho de hoy aprender algo para su poesía en ese enmurado cuchitril? No sé. En el taller blanco tal vez quedó fijado para mí uno de esos ámbitos míticos que Bachelard ha recreado al analizar la poética del espacio. La harina es la sustancia esencial que en mi memoria resguarda aquellos años. Su blancura lo contagiaba todo: las pestañas, las manos, el pelo, pero también las cosas, los gestos, las palabras. Nuestra casa se erigía como un iglú, la morada esquimal, bajo densas nevadas. Por eso, cuando años más tarde contemplé por vez primera en París la apacible nieve que caía, no mostré el asombro de un hombre de los trópicos. A esa vieja amiga ya la conocía. Sentí apenas una vaga curiosidad por verificar al tacto su suave presencia.

Hablo de un aprendizaje poético real, de técnicas que aún empleo en mis noches de trabajo, pues no deseo metaforizar adrede un simple recuerdo. Esto mismo que digo, mis noches, vienen de allí. Nocturna era la faena de los panaderos como nocturna es la mía, habituado desde siempre a las altas horas sosegadas que nos recompensan del bochorno de la canícula. Como ellos me he acostumbrado a la extrañeza de la afanosa vigilia mientras a nuestro redor todas las gentes duermen. Y en lo profundo de la noche lo blanco es doblemente blanco. No falta la luna en los muros, sobre la leña, las mesas, las gorras de los operarios. ¡Los doctos y sabios operarios! Hay algo de quirófano, de silencio en las pisadas y de celeridad en los movimientos. Es nada menos que el pan lo que silenciosamente se fabrica, el pan que reclamarán al alba para llevarlo a los hospitales, los colegios, los cuarteles, las casas. ¿Qué labor comparte tanta responsabilidad? ¿No es la misma preocupación de la poesía?

El horno, que todo lo apura, rojea en su fragua espoleando a quienes trabajan. Los panes, una vez amasados, son cubiertos con un lienzo y dispuestos en largos estantes como peces dormidos, hasta que alcanzan el punto en que deben hornearse. ¿Cuántas veces, al guardar el primer borrador de un poema para revisarlo después, no he sentido que lo cubro yo mismo con un lienzo para decidir más tarde su suerte? Y nada he dicho de aquellos jornaleros, serenos y graves, encallecidos, con su mitología de arrabal, de aguardiente pobre. ¿Debo buscar lo sagrado más lejos en mi vida, pintar la humana pureza con oro rostro? Cristo podía convertir las piedras en panes, por eso estuvo más cerca de la carpintería, ese hermoso taller de distinto color. Para estos hombres, que no me hablaron nunca de religión, acaso porque eran demasiado religiosos, Cristo estaba en la humildad de la harina y en la rojez del fuego que a medianoche comenzaba a arder.

Del taller blanco me traje el sentido de devoción a la existencia que tantas veces comprobé en esos maestros de la nocturnidad. La atención responsable a la hechura de las cosas, la fraternidad que contagiaba un destino común, en fin, la búsqueda de una sabiduría cordial que no induzca a mentirnos demasiado. ¿Cuántas veces, mirando los libros alineados a mi frente, no he evocado la hilera de tablones llenos de pan? ¿Puede una palabra llegar a la página con mayor cuidado, con más íntima atención que la puesta por ellos en sus productos? Daría cualquier cosa por aproximarme alguna vez a la perfecta ejecutoria de sus faenas nocturnas. Al taller blanco debo éstas y muchas otras enseñanzas de que me valgo cuando encaro la escritura de un texto.

El pan y las palabras se juntan en mi imaginación sacralizados por una misma persistencia. De noche, al acordarme ante la página, percibo en mi lámpara un halo de aquella antigua blancura que jamás me abandona. Ya no veo, es verdad, a los panaderos ni oigo de cerca sus pláticas fraternas; en vez de leños ardidos me rodean centelleantes líneas de neón; el canto de los gallos se ha trocado en ululantes sirenas y ruidos de taxis. La furia de la ciudad nueva aventó lejos las cosas y el tiempo del taller blanco. Y sin embargo, en mí pervive el ritual de sus noches. En cada palabra que escribo compruebo la prolongación del desvelo que congregaba a aquellos humildes artesanos.

Tal vez, de no haber asistido a sus cotidianas veladas, de no inmiscuirme en las hondas ceremonias de sus labores, habría de todos modos buscado cauce a mi afán de poesía. El grito de Merlín me habría tentado siempre a seguir su rastro en el bosque. Sin embargo, no puedo imaginar dónde, si no allí, habría aprendido mi palabra a reconocerse en la devoción sagrada de la vida. Anoto esta última línea y escucho el crepitar de la leña, veo la humareda que se propaga, los icónicos rostros que van y vienen por la cuadra, la harina que minuciosamente recubre la memoria del taller blanco.

Eugenio Montejo




Pórtico


Sinopsis


Escribir poesía puede ser un oficio, una afición, una forma de evasión, pero siempre es un placer; el poema es la nave en la que viaja el sentimiento, el vehículo de la creación poética.

Este taller está dirigido a quien desee bucear en el universo de la poesía y conocer (y reconocer) sus posibilidades expresivas a partir de propuestas de trabajo que se irán planteando en cada entrega junto a las consideraciones teóricas que abordan las claves de este tipo de expresión.

Todo ello, unido a la corrección y comentario de los poemas por parte de la coordinación técnica del taller, permitirán a los participantes iniciarse en un proceso de continua exploración y reflexión, al tiempo que desarrollan su imaginación, intuición y sentidos.

I -¿Qué es la poesía? ¿Qué es escribir un poema?

II - Las palabras: materia prima.

III –I mportancia de la lectura de textos poéticos para captar sus técnicas.

IV - Los tesoros del lenguaje poético: recursos literarios, juegos de palabras...

V - Cuestiones formales: ritmo, métrica, acento, rima, estrofa...

VI- La lírica tradicional y la contemporánea.


Fundamentación


El Taller de Poesía de la Escuela de Letras de la UCAB, tiene como misión principal aportar los fundamentos teóricos y las herramientas necesarias para la escritura, el análisis y la evaluación de textos poéticos propios y ajenos. Con la dinámica de esta modalidad pedagógica, la del taller (trabajo en grupo que implica reflexión, consideraciones teóricas, redacción y revisión de la estructura de textos, bajo la guía u orientación del coordinador del taller), los participantes podrán enfrentarse a materiales teóricos y obras de la literatura universal y latinoamericana y venezolana, en particular.

Se ha dicho que la poesía es una forma de pensamiento. En tal sentido, y yendo más allá del carácter meramente estructural, el Taller se convierte en un espacio para agudizar una visión de mundo de esencia particular, fundada en la intuición, el sentimiento y la conciencia estética. La lectura de grandes modelos de la lírica de todos los tiempos, permitirá a los participantes el contacto con los cambios históricos, filosóficos y, sobre todo, estéticos, reflejo de diferentes concepciones del mundo. Por tanto, el Taller de Poesía tiene un alcance que va más allá de la simple producción de textos y se convierte, así las cosas, en un lugar cierto para predicar la condición humana.

Un individuo, ética y estéticamente formado, será un terreno propicio para el cultivo de lo espiritual, ante los diversos escenarios de violencia y perturbación que también suele ofrecer el mundo contemporáneo. A partir del cultivo de la poesía (el hombre es también un animal poético) en los espacios del taller se intentará desplegar los más altos ideales, los conceptos más nobles del ser, del mundo y de la vida. La esencia poética del individuo le permitirá abrirse a los dominios de la estética y el sentimiento, de la verdad y el goce, de la solidaridad y la comunión entre los participantes.

Así, priva un contenido programático centrado en el estudio de clásicos de la poesía de todos los tiempos y culturas, así como en la revisión de lo que conforma las vanguardias poéticas y los últimos aportes de la contemporaneidad literaria. Igualmente, se hará énfasis en la poesía vertida al español desde otros orígenes lingüísticos y viceversa. El problema de la traducción cobra así especial dimensión de estudio, puesto que se hará evidente que no se trata de un simple asunto de lenguaje sino de versiones de pensamiento y sentimientos. El coordinador, prevenido ante esta problemática, se preocupará por hacer conocer la evolución de la palabra poética en Venezuela, para de alguna manera poder salvar los escollos que generan las cuestiones de matiz cultural. Así, el participante podrá inscribir su propia producción en el marco de lo que se ha escrito y se escribe actualmente en su nación.

La existencia de los talleres literarios en una Escuela de Letras es un hecho que, a simple vista, no precisaría de justificación alguna. Los talleres, por su propia naturaleza, conforman una suerte de laboratorio personal que permite la construcción de textos, la revisión crítica de los mismos y el descubrimientos de los valores estéticos en trabajos propios o ajenos. El concepto de taller remite al lugar o espacio en el que se elabora un objeto (o se repara) siguiendo las técnicas y sugerencias del coordinador y enfrentando el aprendizaje con el colectivo que asiste. El aprendizaje, por tanto, permite una visión desde la génesis misma de la producción del texto que no ofrece disciplina alguna de otra naturaleza.

El trabajo poético puede y debe realizarse desde la individualidad y la intimidad. No obstante, el taller ofrece la oportunidad del trabajo en conjunto, mediante el aporte que pueda hacer el guía o conductor del área y los demás coparticipantes. El aprendizaje, producto del trabajo solidario que se genera en este espacio, puede ser de naturaleza individual, individual con aportes del colectivo, o colectivo en su totalidad. A veces, las producciones personales de cada miembro, ya organizadas en un conjunto, se consideran una obra colectiva, y es ésta otra forma de entender el trabajo colectivo total.

Por otra parte, el taller de poesía afina el ojo crítico en las producciones literarias puesto que se genera y se enfrenta en un terreno distinto al que ofrece cualquier otra asignatura en una Escuela de Letras: el terreno de lo personal. Explicamos: no es lo mismo adquirir y poner en práctica los conocimientos críticos con obras que son aceptadas por el canon como producciones literarias de valor (cualquier texto de la literatura universal de autor reconocido como tal), que hacer y escuchar juicios sobre la obra propia. Entran, allí, en juego, otros elementos más difíciles de manejar tales como el amor propio y el sentimiento personal hacia la obra producto de nuestra interioridad. Fortalece, pues, el carácter crítico el ejercicio de tal disciplina.


Objetivos generales

I - Estimular la sensibilidad poética y fomentar la creatividad literaria, de forma especial en el campo de la poesía.

II - Conocer a fondo el lenguaje poético y sus posibilidades expresivas.

III - Relacionarse con el lenguaje de una forma libre y enriquecedora.

IV - Se convenza de que un poema es el resultado de un trabajo meditado y minucioso, un organismo perfectamente medido y reflexionado por un autor lúcido con un objetivo determinado.

V - Experimentar aquello llamado experiencia estética.


VI - Familiarizarse con las características del lenguaje poético.


VII – Conocer y aprender a manejar los elementos propios del género: ritmo, verso, musicalidad.


VIII - Elaborar sus propios poemas, utilizando esos conocimientos.