jueves, 22 de enero de 2009

Manos


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.

Sus manos parecen tijeras. O pájaros

sin sur, llenos de angustia.


Conocí a una que perdió a un hijo en una alberca.
Un niño de seis años que flotaba
como la colilla de un cigarro en un vaso de vodka.


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.


Sus manos no son nubes.


A vaces las veo pasar como si nada les pasara.
Llevan los precipicios debajo de la sangre.


Sé también de una Alejandra que fue violada

siete veces.


Un mordisco de metal.

Un reptil que se entierra en tu vientre.

Un cuchillo que te orina.


Siete veces.


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.


Sus manos son tijeras. Nunca nubes.


Tal vez tan sólo tratan de cortar el cielo, de fugarse.


Tal vez sólo quieren

atajar sus gritos en el aire.


Alberto Barrera (1960)
Cuadro: "Desesperada" (1999), de Noé Hinojosa Jr.

martes, 20 de enero de 2009

Un caballo redondo...




Un caballo redondo entra a

mi casa luego de dar muchas vueltas

en la pradera


un caballo pardote y borracho con

muchas manchas en la sombra

y con qué vozarrón, Dios mío.


Yo le dije: no vas a lamer mi mano,

estrella errante de las ánimas.


Y esto bastó. No lo vi más. Él

se había ido. Porque al

caballo no se le pueden nombrar

las ánimas ni siquiera lo que dura

un breve, vertiginoso relámpago.


Juan Sánchez Peláez (1922-2003)

De su libro Aire sobre el aire (1989)

lunes, 19 de enero de 2009

La poesía venezolana y la Academia (Parte I)







¿Para qué la Academia?



En primer lugar habría que preguntarse ¿sirve la Academia, la Universidad, para la poesía? ¿Necesita esta última de aquélla para su existencia? La respuesta, en un primer momento de reflexión es, por supuesto, no. La poesía existió antes de la formación de las universidades, tal y como las conocemos hoy día. Y, luego, ha seguido existiendo pese a ésta.



Es como el asunto de la filosofía… un problema similar. Recuerdo la anécdota de un profesor de la ULA que hacía mofa respecto a esa asignatura llamada “Introducción a la Filosofía”… decía que era lo mismo que indicar que podría hablarse de una "Introducción a la respiración": desde que el hombre toma conciencia de sí comienza a pensar, a razonar, a filosofar, sin necesidad de que se le introduzca en tales artes. Es decir: ¿es necesaria la Academia para ser un pensador?, ¿para ser un escritor, un poeta?





¿Para qué poetas en la Academia?



Ahora bien, por otro lado tenemos el asunto de que las universidades, los colegios: éstos deberían incluir en sus programas el estudio de la poesía (como de hecho se hace), puesto que la misma es considerada (aunque nadie da una explicación convincente de por qué esto debe ser así) necesaria para la formación del individuo.



Los poetas, por su parte, reniegan de los centros de enseñanza y hasta se horrorizan si se les insinúa siquiera que su obra pudiera ser estudiada en estos lugares... ¡Hasta que se les incluye! Cambia, entonces, mágicamente su opinión acerca de que se pueda hablar de, hacer o estudiar la poesía en tales recintos. Cuestión de excentricidades, supongo.



Los profesores, por otra parte, tienden a pensar que son ellos quienes pueden enseñar tal disciplina, los que cuentan con las herramientas y estrategias para hacerla comprender a los alumnos. El poeta, a lo sumo, podría ser un invitado para que el estudiante entre en contacto directo con el conocimiento de la cosa y del provocador de la misma.



¿Y el estudiante? Pues casi nunca demuestra interés por esta área quizás, seguro que esto contribuye a ello, porque no ha recibido la orientación necesaria, la introducción en el campo, la preparación para el estudio de la disciplina, durante su desarrollo como liceísta. En la Universidad solemos ver caras largas y una negación a priori para entrar en terrenos tan inasibles y escurridizos.



¿El poeta-docente o el docente-poeta?



Ésta es otra cuestión a tener en cuenta cuando se debate sobre el asunto. En oportunidades, un poeta, un escritor, debe recurrir a la enseñanza para sobrevivir en el mundo real. Y no decimos que lo haga a regañadientes, pues hay quienes disfrutan de esta labor. Cuando el asunto es así se puede partir de una experiencia viva que sirva de modelo, sobre todo para explicar los mecanismos internos más difíciles de aprehender en referencia a la materia. Quién sino un poeta para tratar de explicar qué sucede en él, cómo es ese asunto de la inspiración, qué mecanismos se activan al momento de gestar y escribir un poema. De la experiencia propia se salta al terreno de la especulación y podemos adentrarnos, así, con paso más o menos firme, en la experiencia del otro, del otro que también es poeta.



A veces, también, tenemos el caso del docente que tiene especial predilección por la escritura y que, inclusive, ha hecho tímidos aportes en el campo de la creación. Éste es el individuo que de tanto trabajar con el material llega a sentirlo parte de sí y se atreve a dar el salto al vacío de la creación poética.



Sin embargo, quizás es una mezcla de los anteriores... o una alternancia de los mismos, lo que abunda en los pasillos de los colegios y universidades. Aflora cada personalidad cuando se le abona el terreno que precisa para poner en práctica su manera particular de ver el mundo: a través de los ojos del poeta o de la mirada del maestro.

Miguel Marcotrigiano L.


Nota: Ésta es la primera entrega de una serie de dos. El trabajo es producto de mi participación en el Foro "Poesía venezolana: ¿una plaza vacante?", realizado el día 30 de abril de 2008, en la Sala E de la Universidad Central de Venezuela, organizado por el Instituto de Investigaciones Literarias de la UCV.

Tomado de: http://ocurreadiario.blogspot.com/


La poesía venezolana y la Academia (Parte II)




La poesía venezolana y su enseñanza



Es obvio que la enseñanza de la poesía venezolana no se limita al terreno de las Universidades. Muchos son los ambientes en los que se siembra esta semilla: ateneos, casas de la cultura, talleres programados y espontáneos, incluso cafés y cervecerías sirven de espacio para la discusión y, a través de ésta, para el aprendizaje del devenir de la palabra poética en nuestro país. Sin embargo, no puede negarse tampoco el indiscutible espacio que ofrece el ámbito académico para el estudio sistematizado del asunto en cuestión (y de cualquier otro, claro está).



La creencia común, ya asumiendo el toro por los cuernos, es que en el ámbito académico se privilegia la enseñanza de nuestra narrativa por encima de la poesía. Las razones van desde asuntos de índole editorial hasta el supuesto desconocimiento del tema por parte de los profesores.



No voy a profundizar acá sobre las instituciones que incluyen en sus programas la enseñanza de la literatura nacional, y más, de la poesía venezolana. Ya Santiago Acosta y Willy McKey lo han hecho en sendos artículos publicados en el Papel Literario de El Nacional, cosa que ha generado este encuentro. Tampoco voy a tratar de disuadir a los presentes acerca de lo que en ese espacio se afirmó, aunque muchos de los señalamientos sean discutibles, según mi criterio. El material tuvo una intención (supongo) y cumplió su papel. Se abrió un nuevo lugar para la reflexión de la “maltratada” lírica del país y de la supuesta “poca importancia”que se le da en el ámbito académico. Los programas existen, las carreras diseñadas en torno a nuestras letras también, así como existen hasta cursos de postgrado en el área.



Sí es cierto, sin embargo, que no pocos son los que consideran nuestra producción literaria como poco digna de ser estudiada en los sagrados pasillos de nuestras universidades y, más aún, los que han llegado a decir que una maestría en literatura venezolana es un exabrupto, porque nuestras letras "no dan para tanto". Poco oído habría que prestar a tales desmanes. No se trata más que del desprecio sempiterno a todo lo que se produce en suelo patrio: trátese de zapatos o de productos del espíritu, tales como los poemas. Si bien es cierto que a un mal poema se le notan las costuras, al igual que a un mal calzado, también es cierto que las más de las veces la exigencia del “erudito” descansa en prejuicios y subvaloraciones producto de su desconocimiento de oficio y del oficio.



Mi experiencia en el asunto ha sido más bien grata. Vi, durante la carrera de Letras en la UCAB, poesía venezolana dentro de los dos programas (de un año de duración, cada uno) de literatura venezolana: poemas esenciales de Bello, Maitín, Lazo Martí, Pérez Bonalde y Gerbasi, entre tantos otros. Cierto que en su momento no contábamos con programas más ambiciosos, bien entrados en el siglo XX, pero años después, ya siendo docente de la Escuela, pude presenciar cómo tras los nuevos diseños curriculares se incluía una Literatura Venezolana III. Los cursos, es verdad, son panorámicos y deben incluir una historiografía de nuestra literatura que abarque todos los géneros (narrativa, poesía, ensayo y teatro)… pero, en nuestro caso, de eso se trata: de ofrecer al estudiante unas herramientas que le permitan abordar el estudio de otros autores y que lo motiven al descubrimiento de nuevos poetas.



Los cursos de postgrado tampoco van a poder abarcar la muestra ideal de autores, puesto que sabemos que estos programas se diseñan limitadamente dentro de los linderos de las investigaciones particulares de los docentes que tengan en suerte dictar la cátedra. Así que queda en el estudiante (movido por manos expertas, por supuesto) indagar los vericuetos líricos que le permitan ser, en un futuro, un mejor docente: por éste se entiende aquél que ha sabido asimilar las enseñanzas de quienes lo formaron y que, a su vez, incorpora las pasiones investigadas por voluntad propia.



Por otro lado debo señalar los talleres, cursos y foros a los que he asistido en calidad de escucha: no han sido pocos y estos campos me han permitido ampliar, paso a paso, los horizontes de esta tierra dispuesta para el cultivo de nuestra poesía. Imagino que es el similar caso de quienes me acompañan esta tarde en el estrado.





La poesía… ¡a la escuela!



Para nadie es un secreto que la labor debe iniciarse en los liceos y colegios. Un profesor con firmes conocimientos de nuestra poesía (un enamorado, quizás) y que, además, esté caracterizado por el elemento que despierte la pasión en los jóvenes, podrá hacer una labor más constructiva que la que pretenda programa alguno. Y esto vale para cualquier disciplina, claro está.



La labor, así entendida, debería apoyarse en talleres y cursos extraordinarios que puedan complementar el trabajo del aula. Recuerdo el caso de mi misma persona, con unos cuantos años menos y con muchas horas libres, cuando organizaba estos cursillos que se dictaban en horas de la tarde (el colegio funcionaba en las mañanas) y al cual asistían con entusiasmo jóvenes de catorce, quince, dieciséis años, que preferían dedicar ese tiempo al conocimiento y el disfrute de poemas venezolanos, en lugar de invertirlos en actividades que podrían parecernos más atractivas a chicos de su edad. No se trataba de nada mágico, ni fuera de lo común lo que allí se hacía. Justamente ese era el valor: no ofrecerles a los chicos más que la lectura de unos textos fotocopiados y, a veces, el comentario de sus propias producciones.



- - - - -



La poesía venezolana, a mi juicio, goza de buena salud y si adolece de algo será de la falta de una mirada precisa para ver dónde debe encontrarse y cultivarse. Nunca he compartido juicios pesimistas sobre ello no porque sea una suerte de Ghandi de la resistencia lírica nacional, sino porque realmente creo en que las cosas están donde las miremos. Allí, a tu lado, seguro reposa un buen poema. Éste, bajo la forma que ha escogido para ocultarse, espera por la mirada desprevenida que lo identifique…Definitivamente, no hay una plaza vacante… está ocupada y tú, que me escuchas (o que me lees), estás sentado en ella.


Miguel Marcotrigiano L.

domingo, 18 de enero de 2009

¿Por qué escribir?




Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.

Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.

Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ,,¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?" Y el maestro contestó: "Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: "¡Soy yo quien ha hecho esto!" Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.

En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.

No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.

Jean Paul Sartre (1905-1980)


Tomado de: http://www.litterarius.com.es/por_que_escribir.htm