miércoles, 30 de mayo de 2012

Contra los poetas




A los veinte años ya acumulan experiencias importantes: han publicado poemas en revistas y antologías, han participado en talleres, han escrito artículos para anuarios escolares y quizá han concedido una o dos precoces entrevistas. Ya tienen listos sus primeros libros, que están a punto de aparecer en editoriales emergentes. Son libros muy malos, pero por ahora eso no importa. Sus poemas son largos y sentenciosos, abusan de los gerundios, de los signos de exclamación y de los puntos suspensivos. Leen a Vicente Huidobro, a Delmira Agustini y a Oliverio Girondo, pero sobre todo se leen los unos a los otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas.

A los veinticinco años ya han renegado de esos primeros poemas, que consideran lejanos pecados de juventud. Esperan encontrar pronto la madurez como poetas, que a ellos les importa mucho más que la madurez como personas. El segundo libro cumple con creces el objetivo: no es bueno, pero indudablemente es mejor que el primero. Dicen estar todavía buscando una voz propia y mientras tanto planean antologías que incluyen a todo el grupo, pero nadie quiere escribir el prólogo, pues nadie desea correr el riesgo de convertirse en crítico literario.

A los treinta años ya han sufrido varios desengaños. Han sido incluidos en antologías nacionales y latinoamericanas, pero han sido excluidos de otras tantas publicaciones y les cuesta muchísimo aceptarlo. Por momentos escriben solamente para demostrar cuán arbitrarias han sido esas exclusiones. Han publicado, a esta altura, tres libros de poesía. Han fundado dos editoriales y cuatro revistas literarias. En sus reseñas biográficas se afirma que han participado en más de trece –en catorce– encuentros de poetas y que sus libros han sido parcialmente traducidos al italiano. En realidad les han traducido solamente un poema, pero da lo mismo: los han traducido, eso ya es mérito suficiente.

Recién a los treinta y cinco años comienzan a incomodarse cuando los presentan como poetas jóvenes. Ahora dictan talleres en los que aconsejan a sus alumnos que eviten los gerundios, que cuiden los adjetivos, que declaren la guerra a los puntos suspensivos y a los signos de exclamación. Les inculcan la suprema libertad creadora, pero les prohíben una lista bastante larga de palabras: vacío, angustia, desolación, desesperación, crepúsculo, ocaso, alma, espíritu, corazón, vagina. Les hablan de melopoeia, de fanopoeia y de logopoeia, pero se enredan un poco en la explicación. Se enamoran de poetas de dieciséis años y las comparan con Alejandra Pizarnik, pero nunca han visto una foto de Alejandra Pizarnik.

A los cuarenta años a nadie se le ocurre presentarlos como poetas jóvenes, pues sus caras y sus barrigas han cambiado de forma tal vez irreversible. Los poetas experimentan con mayor sufrimiento que el común de la gente la llamada crisis de los cuarenta. No decidieron ser poetas para tener cuarenta años. De ahora en adelante todo será decadencia. Se han vuelto inofensivos. Es más fácil incluirlos, pedirles prólogos, invitarlos a los recitales y aplaudirlos sin énfasis, respetuosamente. Son, en otras palabras, verdaderos fracasados.

Para que el fracaso se cumpla es necesario que reciban, de vez en cuando, señales equívocas. A los cincuenta, a los sesenta, a los setenta años los poetas ganarán dos o tres premios menores; tímidos estudiantes de pregrado y quizás alguna bella doctora norteamericana analizarán sus libros, que tal vez serán traducidos al francés, al alemán, al griego o al menos al argentino. Por lo demás, siempre habrá alguna editorial emergente interesada en rescatarlos del olvido.

Da lástima verlos junto al teléfono, esperando la noticia de un premio, de una pensión del gobierno, de un homenaje, de un viajecito al sur, lo que sea. Parecen niños asustados, y en el fondo eso son: niños asustados, adolescentes ya muy viejos para suicidarse. A veces algún reportero compasivo les pregunta para qué sirve la poesía en este mundo deshumanizado y consumista. Ellos suspiran y responden lo que han respondido siempre: que sólo la poesía salvará al mundo, que hay que buscar, en medio de la confusión, palabras verdaderas y aferrarse a ellas. Lo dicen sin fe, rutinariamente, pero tienen toda la razón.

Por Alejandro Zambra
Publicado en Etiqueta Negra, número 65.

lunes, 28 de mayo de 2012

Fin de curso


Foto oficial del fin de curso 2011-2012, del Taller de Poesía UCAB. De izquierda a derecha: Yubi Cisneros (excelente anfitriona esa tarde), Víctor Apóstol (llamado por alguno el Rimbaud tropical), Miguel Chilida (quien conjura las enfermedades en el poema y enferma a otros), Gabriel Arciniegas (quien logró vencer la emoción y controló la palabra después de arduas y penosas batallas), Yossmar Nathaly García (autora de espasmódicos poemas). Al centro: el responsable de este "desastre". Fue un buen año...

Poética de la sombra





De noche la ciudad
es una imagen lograda.
Las rutas y semáforos
son una expansión
de los sentidos,
que giran sus luces
alrededor del poema.


Poema de Miguel Chillida



Dormiría entre las cruces...



Dormiría entre las cruces, muy disciplinadamente,
bajo la harina rosa de la anunciación
y la sangre del descendimiento.
Así, levantado: plegado a la medida
del tronco. Como una gruesa curva
que da la raya en su cabello
pero en el lado   la única abertura
con termas suficientes para llenar una boca.
Y para alimentar a todas.
   Con las heridas importantes
   Reina.


Poema de Víctor Apóstol
Óleo de Orlando Arias Morales

Agonía



esta postración tuya
consunción
entre capas espesas
corazón atenazado entre púas
bañas el horizonte de tinieblas

escudo abollado
en grietas de martirio
lanza resplandeciente
arrumada en el rincón
esperas el brazo fuerte que te empuñe
mas, no es

renuente
su peso es el peso del mundo
abarca en sí la gravitante fragilidad
de lo pensado
lo indecible
la espina desnuda que sangra
lo rezumante del áspero verbo

desdecirse
es el agravio que se olvida
es vacilar
ante las quemaduras
humectar el esparto del alma
dislocar el dolor donde más duele
es el decidirse a vivir
del ofensor transmutado en oferente

Poema de Gabriel Arciniegas
Óleo sobre madera de Rosa Jiménez (Detalle)