domingo, 11 de enero de 2009

La Biblioteca del Náufrago



Yo no sé:


El niño busca su voz
(La tenía el rey de los grillos)
En una gota de agua
Buscaba su voz el niño

Ay del que no busque su voz en la gota de agua amarilla que lloran los grillos cuando sale el sol sobre el horizonte de la noche despierta. Las palabras son los párpados que dejan ver al ojo triste de las ideas la alegría que tiene el pensamiento cuando nombra por primera vez algo de aquello que hasta entonces no existía.

Sólo desde la inocencia del que nombra para inaugurar cada mañana una nueva existencia del mundo, puede existir la poesía. Porque la poesía, como el amor, es un funicular entre las violetas y los girasoles, una caja de música donde aprenden solfeo los ruiseñores, un destornillador para hacer girar la melancolía de los planetas que se oxidan bajo la lluvia de estrellas.

Sin niño no hay poeta, como no hay mar sin color azul ni cometa sin aire; la poesía es un huevo de paloma donde nace un caballo con alas, la poesía es todo lo que no puede suceder y sucede, la poesía es un alma ilusionada de futuro, no un arma cargada con las feroces muecas del pasado.

Sin juego no hay poesía, la poesía es un juego de palabras que le canta las cuarenta al tahúr de la muerte, es decir al compadre gris del eternal silencio y al párroco negro de los cementerios. La poesía es la biografía del arco iris que leen durante las largas sequías los desiertos que se extienden por la conciencia de los animalitos pobres, la poesía es una catedral de hielo que se evapora en nubes y funda los valles del Nilo.

Cuando la poesía crece se hace literatura, y entonces deja de ser poesía, como el niño que prefiere dejar de ser alas de pájaro para convertirse en tela de corbata. Sólo la poesía que permanece en estado de inocencia, en idioma de piedra blanca y astros fugaces, en diálogo de árbol que toca con sus ramas vivas el cielo, puede seguir pareciéndose a las palabras que desde que tenemos memoria del mundo son las semillas portadoras de cuanto repuebla espiritualmente la Tierra.

Yo he venido a hablaros de lo que no sé con unos versos de Lorca en la mano. Nadie sabe nada de la poesía, porque tampoco la poesía sabe nada de sí misma, existe como una montaña de cuyo porqué brota el río que nace ya con la previa imaginación de la nieve. ¿Qué sabe del mundo la nube que pasa? Nada, y esa nada es su saber, un conocimiento enjaulado en su propio secreto, un estar ahí en el azar de la existencia cumpliendo un encargo remoto. El encargo de dar de beber agua del cielo a los huéspedes de la esperanza, a los desterrados de la felicidad, a los arrojados a la intemperie por la penuria que atraviesa con su cascabel de latas oxidadas las épocas ominosas de la crueldad.

Los poetas son taxistas que llevan a la gente donde la gente quiere ir, ayudan con las maletas a los desvalidos, enseñan el camino a los errantes que van en busca de su propia vida. La poesía no tiene yo sino nosotros, una voz que es el eco de muchas otras voces prestadas. Voces que llegan al poema emigrando desde el país silencioso donde permanecen inmaculadas y puras la sonrisa de los muertos.

La poesía no se parece a la fe, es la fe de las teorías inexplicables, es la casa de huéspedes donde pasa la noche sola la razón sin razones, el ánimo que presta el hueco de su alma a las emociones sensibles. No un yo, sino un todos nosotros, es la poesía; un coro concertado de voces, de mitos, de supersticiones y sueños, de ideas relacionadas con el recuerdo de lo mágico, con la alacena de la memoria donde guardan las antiguas huellas de los dioses el fruto de su oscuridad; la poesía son las lágrimas de la historia que fertilizan con delicadeza la rosa de piedra de las civilizaciones. Su palabra sana la derrota de los silenciados, pone piedad y misericordia en el mapa de las heridas, resiste súbitamente al mal con la conciencia del buen antepasado, aquel que fundó en la necesidad de la belleza su única justicia: el derecho civil a la felicidad, la única prohibición legítima de los parlamentos de la responsabilidad: la prohibición del sufrimiento.

Ése es el primer libro que leí, un libro escrito con los ojos que cosían, con las manos que amasaban el pan, con la transparente y maravillosa cabeza de mis antepasados analfabetos, campesinos de las montañas del Noroeste, sastres humildes, panaderos madrugadores. No leyeron libros, no conocieron otras letras que las de su nombre, no tuvieron otra patria que el milagro de la intuición que hace visible la casa de la honradez. No hubo otros libros en mi casa natal, las lecturas de mi biblioteca comenzaban en las instrucciones de las sopas de sobre y terminaban en los prospectos de los medicamentos. Palabras mágicas, palabras que sanaban, penicilina, ácido acetilsalicílico, palabras que sabían a lo desconocido, al consuelo, al cumpleaños de los árboles, al canto de los búhos en las heladas noches de los inviernos del Bierzo.

Ésa es la fundación, el libro hablado de los ebrios bebedores del anochecer, descendientes de Noé, en las bodegas de una pequeña ciudad de provincias, de las madres que siguen desgranando guisantes bajo las lápidas, de las campanas que aún suenan en el centro del mundo elogiando la duración de la vida y la invención del silencio, la patria de los pájaros que se posan en sábado sobre las ramas florecidas de la Torá.

Juan Carlos Mestre

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