jueves, 18 de junio de 2009

Sol quemante...




Sol quemante

cerro rojo


Tierra arcillosa

en los pies desnudos


Papagayo tragado

por la luz


Ilusión

pendiendo

de un hilo


La inocencia

con fuerza

agita el pabilo

agita el deseo

impávido

sin tiempo


Los sueños vuelan

se enredan

en los cables


Las lágrimas saltan

rodando por

la cara sucia


Los ojos miran

hacia el cielo


Quedó ensartado

en la guaya


no fue más allá

del vuelo

de la mano

del niño


Mayuli Tarache

Yo...




Yo
que me dibujo la muerte

que me sostengo entre
la noche y el eco

Sin apego al insomnio
me mimetizo en un sueño

Despierto
Frenética Alucinada
Gritando
Cautiva de mis ruidos
con los ojos rotos
y el cuerpo enfermo

Yo
miseria de un hálito de sed
deforme susurro
caricia visceral
me engendro en el virus del tiempo

Carcoma roído por espectros
entregado a horcas alcohólicas
y copulaciones estridentes

Me huyo

Vuelvo

Y no tengo donde esconderme


Chris K. Cabrera

Habrá otro puente...




Habrá otro puente en el que pensar.

Por donde viajen los pesares

hasta convertirse en olvidos.


Vaivenes

en la añeja memoria.

Rostro perdido en la mirada

del que mira y encuentra.


Imagen hecha fragmentos

de una piel sin nombre.



Alba Sofía Bolívar

Mi casa estremecida...




Mi casa estremecida,

tan pequeña

que una rama de hibisco

la hace temblar de viento.


Oscura.


Mitad de nuez de coco.


Cueva, para pintar en las paredes.


Útero.


Curiara en el océano.


Huevo de tórtola.



Margarita Inastrillas

Letanías letales




Último fruto de la tierra

para el único pájaro del aire

Pierna

del amputado

Faro del cielo

sobre los barcos de la desgracia

Diminuto reptil de nuestras sombras

que termina comiéndose al gato

Tentáculos que van

desde los pantanos de la muerte hacia el crujido de los huesos

Cabello que tornó erótica

la retina de los ángeles

Reyes en harapos

que te lamieron los pies

Sonrisa motivo de algún dios

para el pecado

Caricia

que fragmentas murallas

Viuda

vestida de blanco

Mares turbulentos

que desembocan en estanques

Ratas de la urbe

que brillan cuando te ven porque se tragan las luciérnagas

Lágrima jamás profanada

por los tábanos

Árbol

que mellas el mordisco del hacha

Relámpago

de las tinieblas

Bastón

que rajas la corriente

Pájaros que nacen

por cada piedra encajada en el aire

Voz

con certidumbre de ala

Ternura

del asesino

Crueldad

del santo


Ángel arrollado en las autopistas de nuestras propias miserias


Ruega por nosotros


Amén.


Mardon Arismendi

Tus gestos se estacionaron...




Tus gestos se estacionaron

en la palidez de su olor

Tu sonrisa

ya no tocó su vientre

ni siquiera

movió el aliento

que tenía por boca


Tus dedos caminaron

sobre las grietas

de su ánimo


No quiso vestirse

con tus hojas de etiquetas


Viste dibujarse en su cara

las entonaciones

de una escena repetida

de dos

en otro lugar

de otra historia

de otra gente


Abril Mejías

Lunar en el cuello




Cómo hurgar

este camino?

Con un mapa?

si fuera

un pensamiento

un laberinto

cómo medir su distancia?


La espada está rota

los labios

nácar vacío

en la orilla

Habrá que ser

un naufragio

para habitar esta entraña

de lugares oblicuos

marcados

por el cardumen

por aromas purpúreos

a kilómetros


Sólo puedo brazar

esta marea

de sobresaltos

navegar

el sentido

de sus corrientes

con los ojos llenos

de arena


Miriam Rangel

Silicato y Aluminio




He perdido la perla de los azares,

la lágrima negra de la fantasía

que daba contorno a tus visiones.


Hemos arrastrado los meses

en carretas de ébano

para huir a los minutos.


Atento estuviste

a los parajes oxidados

y a las tumbas de arcilla.


He visto hombres sin alma

caminando vivos

junto a tu féretro.


Les hablé

y respondieron sin voces,

sólo campanadas

exhalaron sus bocas negras.


Desde el barro escuchabas el sonido hueco.


Loredana Volpe

martes, 21 de abril de 2009

Sacrificios




Allá vienen
Acercan sus misterios

No queda más
que ser puros
como un llanto

Ahora que estamos erigidos
sobre la proa de esta soledad
hundamos las redes
en las aguas marrones del tormento
ensartemos el lomo baboso de las sombras que nos unen

No atrapemos
el fragor
de la intemperie

Levantémonos en guerra
Asomemos estos pálpitos
aunque estén signados por los muescas del puñal
Olvidemos el vinagre transpirado por la herida

Alcemos el corazón como un sacrificio a los pájaros
Que salte como un fruto en las quincallas del viento
Acostumbrémoslo a ser forastero de galaxias
En la reyerta que blanda sus espuelas
Que manche con sangre su plumaje

Ahora que llegamos
apresuremos el ritual
Hundamos la obsidiana en el pecho de los dos

Hagamos que un pueblo se humille ante nosotros.


Mardon Arismendi (El Tesoro, Edo. Barinas)

martes, 14 de abril de 2009

Pídele a un estudioso...


Pídele a un estudioso
que te hable de la hormiga, como insecto.

Medita, en Dios creando
una hormiga perfecta, en el Principio.

Pinta una hormiga negra
y una luna turquesa,
sobre una cartulina
púrpura.

O haz un acto de magia, derramando
simples gotas de miel, sobre la mesa,
para ver cómo surgen de la nada,
a cien pies de la calle, las hormigas.

Y compara su vida con tu vida.
Sus luchas e invasiones, con tus guerras.

Imagina tu muerte
como un pájaro raudo.

Todo es uno.

Margarita Inastrillas

lunes, 13 de abril de 2009

Cuando Gardel llegó a Caracas



Cuando Gardel llegó a Caracas, y yo

sólo era una invención acrobática

que saltaba en otros cuerpos,

vino porque yo lo llamé.

Esto no lo sabe nadie,

ni está en las antologías del tango.

La ventanita que aparece en su cabeza,

y que todos conocen

yo se la dibujé mientras

dormía en el Majestic

Recuerdo que robé su guitarra

y me fui a dar serenatas

con los caballos

por los lados de la Pastora.

Después me perdí en la noche

y me encontraron cansado

veinte años

en el Km sur

lamiendo teteros de leche desinfectada.

William Osuna (Caracas, 1948)

miércoles, 4 de marzo de 2009

Los amorosos




Los amorosos callan.
El amor es el silencio más fino,
el más tembloroso, el más insoportable.
Los amorosos buscan,
los amorosos son los que abandonan,
son los que cambian, los que olvidan.
Su corazón les dice que nunca han de encontrar,
no encuentran, buscan.

Los amorosos andan como locos
porque están solos, solos, solos,
entregándose, dándose a cada rato,
llorando porque no salvan al amor.
Les preocupa el amor. Los amorosos
viven al día, no pueden hacer más, no saben.
Siempre se están yendo,
siempre, hacia alguna parte.
Esperan,
no esperan nada, pero esperan.
Saben que nunca han de encontrar.
El amor es la prórroga perpetua,
siempre el paso siguiente, el otro, el otro.
Los amorosos son los insaciables,
los que siempre —¡qué bueno!— han de estar solos.

Los amorosos son la hidra del cuento.
Tienen serpientes en lugar de brazos.
Las venas del cuello se les hinchan
también como serpientes para asfixiarlos.
Los amorosos no pueden dormir
porque si se duermen se los comen los gusanos.

En la obscuridad abren los ojos
y les cae en ellos el espanto.

Encuentran alacranes bajo la sábana
y su cama flota como sobre un lago.

Los amorosos son locos, sólo locos,
sin Dios y sin diablo.

Los amorosos salen de sus cuevas
temblorosos, hambrientos,
a cazar fantasmas.
Se ríen de las gentes que lo saben todo,
de las que aman a perpetuidad, verídicamente,
de las que creen en el amor como en una lámpara de inagotable aceite.

Los amorosos juegan a coger el agua,
a tatuar el humo, a no irse.
Juegan el largo, el triste juego del amor.
Nadie ha de resignarse.
Dicen que nadie ha de resignarse.
Los amorosos se avergüenzan de toda conformación.

Vacíos, pero vacíos de una a otra costilla,
la muerte les fermenta detrás de los ojos,
y ellos caminan, lloran hasta la madrugada
en que trenes y gallos se despiden dolorosamente.

Les llega a veces un olor a tierra recién nacida,
a mujeres que duermen con la mano en el sexo, complacidas,
a arroyos de agua tierna y a cocinas.

Los amorosos se ponen a cantar entre labios una canción no aprendida. Y se van llorando, llorando la hermosa vida.

Jaime Sabines (1926-1999)

Alta Marea




Cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan
se yergue como una cobra de oro el canto ardiente del orgullo
la errónea maravilla de sus noches de amor
las constelaciones pasionales
los arrebatos de su indómito viaje sus risas a través
de las piedras sus plegarias y cóleras
sus dramas de secretas injurias enterradas
sus maquinaciones perversas las cacerías y disputas
el oscuro relámpago humano que aprisionó un instante el
furor de sus cuerpos con el lazo fulmíneo de las antípodas
los lechos a la deriva en el oleaje de gasa de los sueños
la mirada de pulpo de la memoria
los estremecimientos de una vieja leyenda cubierta de pronto
con la palidez de la tristeza y todos los gestos del abandono
dos o tres libros y una camisa en una maleta
llueve y el tren desliza un espejo frenético por los rieles
de la tormenta
el hotel da al mar
tanto sitio ilusorio tanto lugar de no llegar nunca
tanto trajín de gentes circulando con objetos inútiles
o enfundadas en ropas polvorientas
pasan cementerios de pájaros
cabezas actitudes montañas alcoholes y contrabandos informes
cada noche cuando te desvestías
la sombra de tu cuerpo desnudo crecía sobre los muros
hasta el techo
los enormes roperos crujían en las habitaciones inundadas
puertas desconocidas rostros vírgenes
los desastres imprecisos los deslumbramientos de la aventura
siempre a punto de partir
siempre esperando el desenlace
la cabeza sobre el tajo
el corazón hechizado por la amenaza tantálica del mundo

Y ese reguero de sangre
un continente sumergido en cuya boca aún hierve la espuma
de los días indefensos bajo el soplo del sol
el nudo de los cuerpos constelados por un fulgor de lentejuelas
insaciables
esos labios besados en otro país en otra raza en otro planeta
en otro cielo en otro infierno
regresaba en un barco
una ciudad se aproximaba a la borda con su peso de sal
como un enorme galápago
todavía las alucinaciones del puente y el sufrimiento del
trabajo marítimo con el desplomado trono de las olas y
el árbol de la hélice que pasaba justamente bajo mi cucheta
éste es el mundo desmedido el mundo sin reemplazo
el mundo desesperado como una fiesta en su huracán
de estrellas
pero no hay piedad para mí
ni el sol ni el mar ni la loca pocilga de los puertos
ni la sabiduría de la noche a la que oigo cantar por la boca
de las aguas y de los campos con las violencias de este
planeta que nos pertenece y se nos escapa
entonces tú estabas al final
esperando en el muelle mientras el viento me devolvía a tus
brazos como un pájaro
en la proa lanzaron el cordel con la bola de plomo en la punta
y el cabo de Manila fue recogido
todo termina
los viajes y el amor
nada termina
ni viajes ni amor ni olvido ni avidez
todo despierta nuevamente con la tensión mortal de la bestia
que acecha en el sol de su instinto
todo vuelve a su crimen como un alma encadenada a su
dicha y a sus muertos
todo fulgura como un guijarro de Dios sobre la playa
unos labios lavados por el diluvio
y queda atrás
el halo de la lámpara el dormitorio arrasado por la vehemencia
del verano y el remolino de las hojas sobre las sábanas vacías
y una vez más una zarpa de fuego se apoya en el corazón
de su presa
en este Nuevo Mundo confuso abierto en todas direcciones
donde la furia y la pasión se mezclan al polen del Paraíso
y otra vez la tierra despliega sus alas y arde de sed intacta
y sin raíces
cuando un hombre y una mujer que se han amado
se separan

Enrique Molina (1910-1977)

viernes, 27 de febrero de 2009

En esta casa no miro el cielo



En esta casa no miro el cielo. Miro la dura

extensión que me circunda, escucho lejos batallar el

viento. Sus límites me marginan de lo abierto.

Es una casa cerrada, nada en ella se revela.

No hay espacios ni columnas ni aleros donde aniden

pájaros inquietos. Una casa desnuda sin el hondo

temblor de lo secreto. Me pego de sus muros, de su

olor a desierto. Es mi casa.


Antonia Palacios (1904-2001)

viernes, 20 de febrero de 2009

Pareja sin historia


Se acarician. Se bastan.
Están colmados por ellos mismos
colmados por la sed sensual del otro.

Se conocieron ayer:
llevan siglos de parecerse
de abrazarse en las paredes siempre únicas
de reconocerse en todos los lugares
donde el sueño esconde su tesoro
donde la dicha deja a la nostalgia
donde nunca estuvieron
donde están.

Aroma de piel ramajes íntima penumbra
labios que besan por la herida
rostro asomado al secreto del rostro que lo refleja
palabras que se derriten por los dedos
semejanzas descubiertas con delicia
apetencias de olvido y de sabores no probados
mientras se inventan paraísos sin castigo
y se cuentan a tientas el alma
mientras asumen el destino de las frutas
y la vida fulgura en ellos
con sus “siempre” y sus “nunca” efímeros
con sus “primera vez” repetido hasta el final
con sus partes confundidas cual miembros que el amor enlaza.

Hasta ellos no alcanza el rumor de la urbe
o será más bien que no lo oyen
que lo cubre el susurro con que se aman
que lo dispersa el soplo que se dan.

Se huelen se gustan se desean.
La libertad que encuentran los deslumbra.
Ascienden en una isla espacial entre los astros.
Pareja sin Historia
pareja constelada.

Se miran a sí mismos en el otro.
Ella aparece abierta impúdica ojerosa tremulante
él: enhiesto obsceno avisor posesivo
ella: contráctil húmeda gimiente umbría
él: herido llameante solar fulminado.
¡Cuánto abandono momentáneo!¡Cuánto triunfo!
Pueden equivocarse gozosamente
confundir las imágenes del deseo espejado
fundir los sabores de sus bocas
perderse juntos en el placer del otro
fluir de manantiales en arroyos
de arroyos en raudales de raudales en ríos
hasta el mar hasta volcarse en la unidad del origen
en el espacio pletórico y vibrante
donde cada movimiento se transmite de polo a polo
donde flotarán donde están flotando
como dos hipocampos entregados al rito nupcial.

Aflojan las redes y los nudos milenarios
arrojan de sí el pasado las cáscaras los trapos
viento propicio borra las huellas mezcla arenas y estrellas
le dan la espalda a la memoria hueca
para ser cresta de una ola
para ser cresta espuma sortilegio
cielo de mar espacio palpitante que rompe en sales
y en la cresta de esa ola de caballos tornasolados
que recorre de punta a punta el tiempo como una playa
me arrojo contigo!
¡la corro contigo hasta el final del día!
¡sobre su filo tú y yo somos jabalina y destello!
¡vivan este esfuerzo estos besos esta presencia única!
¡vivan este júbilo del mar los cuerpos aparejados!
¡nuestro almizcle que huele a marisco y a gato montés!
¡el relámpago en que nos dormimos juntos!

Juan Liscano (1915-2001)

miércoles, 11 de febrero de 2009

EN MI HABITACIÓN



Aquí están mis zapatos, con la forma
de los pasos y el pie que los dispone.

Aquí están mis vestidos, mis blusas y mis faldas
y mi ropa interior,
liviana y sencilla como una campánula silvestre
ya marchita,

mis medias que olvidaron las orugas
y han conocido antes la máquina y el ruido,
y después el latido y la huella;
mi paraguas, lánguido capullo, calabaza
del color del durazno y la cayena,

oh, mi mejor amigo defendiéndome
del cielo y su arrebato.

Espejos, libros, memorias de los viajes,

la música viniendo desde lejos,

su posada mariposa libérrima,

un lecho donde el sueño sólo es más sueño,

una lámpara antigua de la abuela materna,

una diversa advocación de vírgenes y santos
para la belleza y por los hijos, para la soledad,

esta máquina de escribir que llena de picotazos el silencio

como una gaviota furiosa y hambrienta

contra la huidiza verdad del mar,

este olor que de pronto se viene del jazmín
del jardín, desde la calle

a pelear contra el mío y mis perfumes

saliéndose de mí o del armario abierto.

Y retratos.

Y la vida haciendo ruido adentro y en torno

en cada día que pasa.

Luz Machado (1916-1999)
De su libro La casa por dentro (1965)

miércoles, 4 de febrero de 2009

Soñé que moría...


Soñé que moría la noche anterior a un domingo. Al día siguiente nadie extrañaba mi cuerpo sobre la cama, cerraron la puerta de mi cuarto y me encerraron con el perro para no ser molestados. Con el tiempo nadie se acordaba de mí, ni siquiera el perro que se acostó sobre el colchón a temblar la muerte de otro. Mi cuerpo se fue desvaneciendo entre las sombras y las sábanas quedaron revueltas con mi partida. Mi madre se olvidó que alguna vez tuvo un primogénito y mi hermano siguió transitando mi cuarto, buscando las pistas de algo olvidado. Me dediqué a transitar la casa observando los cuadros donde no aparecía. Vi a mis primas y a mi hermano, a mis tías y a mi madre; descubrí que mi muerte, como mi nacimiento, nunca fue acontecimiento palpable, fue un recuerdo perdido.

Víctor Alarcón
Ganador del Concurso de Poesía para jóvenes voces,
de Monte Ávila Editores latinoamericana, 2008.

Imagen: Cabeza del padre en el lecho de muerte,
de Franz Marc (1907)

El mundo está ahí para mis ojos


El mundo está ahí para mis ojos

para que yo desnude a las cosas de su tiempo
y les restituya el temblor nebuloso
del instante que no pasa.

Porque a este mundo se le han roto los huesos
le han amanecido jaguares en la piel
empapados de sangre y rugido oscuro
y teme que un pájaro de ceniza
se le pose en la frente

por eso me ha estado esperando
para que yo le escriba una carne sin historia
una imagen lúcida, eterna

una piedra cuyo envés
sea la nada.

Pero ni el mundo ni yo nos desharemos
de la traición inevitable de los días
porque no conozco las sílabas cabales
que conjuran el milagro
de la tierra que contiene su respiración
sobre la página

y sólo sé balbucear
unos pocos versos
como hojas en llamas
como guijarros fosforescentes
que encajan en mis manos
y nada más.



Adalber Salas
Ganador del II Premio Nacional Universitario de Literatura
en el rubro Poesía, USB, 2008

martes, 3 de febrero de 2009

Plegaria




No te puedo nombrar. No tienes nombre. Eres lo que se siente. Nunca lo que se explica. ¡Oh mi absoluto amado a quien descubro ahora sin que ninguna forma lo limite! Perdóname la antigua reflexión.


No eres lo que se piensa. Eres lo que se ama. No eres conocimiento, sino sólo estupor. No eres el perfil sino el asombro. No eres la piedra sino lo inaudito. No eres la razón sino el amor.


De la mano del ángel yo he ascendido a tu hallazgo que nunca es un concreto tesoro sino continuamente un descubrimiento inenarrable. El ángel, a mi lado. Sintió también intensa, más intensa que nunca, más intensa que con algo o con alguien, esa visión de inmensidad. Como con nadie, no porque cada caso es singular, sino porque aquel acto fue más hondo que todos lo suyos, como si recibiéramos de pronto un advenimiento infinito.


Y es inútil pensar en encarnarte. Eres lo que nunca se puede encarnar ni nombrar porque sólo nos juntas las manos y nos haces doblar las rodillas.


Déjame sentirte, ¡Oh infinitud, oh zona inmensa, dimensión sobrehumana, oh mi Dios, siempre con la piel deslumbrada tanto que el cuerpo se me vuelva luz! Déjame estupefacta, arrebatada, y déjame que vibre para siempre con la palpitación mía e íntima.


Quisiera ser aquella que permanece atónita, ante ti. La que no sabe de tu nombre, la que no sabe de tu forma. Ignorante si, pero una ignorante estremecida. Y que así sea.


Ida Gramcko (1924-1994)

Poemas de una psicótica (1964)

lunes, 2 de febrero de 2009

hagamos usted y yo...


hagamos usted y yo un largo viaje por la casa de los vivos. de esos ejemplares que, bien conservados, preguntan de usted y de mí. hagamos un alto en el recorrido sobre su cama para sabernos vivas, que somos la parte parecida a las tormentosas rayas de la noche, las que no vemos, las que no probaremos nunca. deme usted la parte de su cuerpo, esa orilla que nadie conoce, ni siquiera las intimidades de su baño ni los pudores discretos de su espejo. quiero acostarme con usted a esta hora para saber que la tengo debajo de una mano, las rodillas en su riñón, su espalda repartida.

Manón Kübler (1961)
Olympia (1991)

Tamaño de las hojas



uno pone la mano en una hoja, cualquier hoja
caída en el parque,
uno acerca con asombro la palma a ese verdor momentáneo
en la acera,
con temor o esperanza de que el toque
provea de luz el aire,
uno inclina sus dedos asombrados
sobre un trozo de árbol puesto en mínimo
espacio callejero

y al instante nota que el cielo sigue igual
de azul y cálido,
descubre que la tierra no ha levantado promontorios,
que los postes de luz siguen callados
bajo el peso del día

y que la hoja,
el verdor tumbado sobre el parque,
cabe justa en la mano sin romperla,
sin teñirla de dios multiplicado

Luis Moreno Villamediana (1966)
(de su libro Cantares digestos, 1995)

jueves, 29 de enero de 2009

Bicicletas azules




¿Es que hay un alma?

¿No será la materia

el duro aposento

y, al mismo tiempo,

la única y sola dinámica?


Colegid

la dura estirpe del átomo,

el cráter milenario de la abeja
zumbando su lava pegajosa;
o la muerte como un racimo de cenizas

frotando espejos de vacíos escaparates.


El alma del hombre
es traspasada por ventiscas

y nubes y elefantes azules.


Y gime, como la bicicleta

entre las piernas de las muchachas.


Luis Pastori (1921)
De su libro Sinrazones (1983)

miércoles, 28 de enero de 2009

Escribir es dejar de ser escritor



Muchas veces me he visto obligado a contestar a la pregunta de por qué escribo Al principio, cuando era muy joven y tímido, utilizaba la breve respuesta que daba André Gide a esa pregunta y contestaba: «Escribo para que me lean.»

Si bien es cierto que escribo para que me lean, con el tiempo he aprendido a completar con otras verdades mi sincera respuesta a la pregunta de por qué escribo. Ahora, cuando me hacen la inefable pregunta, explico que me hice escritor porque 1) quería ser libre, no deseaba ir a una oficina cada mañana, 2) porque vi a Mastroianni en La noche de Antonioni; en esa película -que se estrenó en Barcelona cuando tenía yo dieciséis años- Mastroianni era escritor y tenía una mujer (nada menos que Jeanne Moreau) estupenda: las dos cosas que yo más anhelaba ser y tener

Casarse con una Jeanne Moreau no es fácil, tampoco lo es ser realmente un escritor. Por aquellos días, yo tenía una vaga idea de que no era sencillo ni una cosa ni la otra, pero no sabia hasta qué punto eran dos cosas muy complicadas, sobre todo la de ser escritor

Yo vi La noche y empecé a adorar la imagen pública de esos seres a los que llamaban escritores. Me gustaron, en un primer momento, Boris Vian, Albert Camus, Scott Fitzgerald y André Malraux. Los cuatro por su fotogenia, no por lo que hubieran escrito. Cuando mi padre me preguntó qué carrera pensaba estudiar -é1 tenía la callada ilusión de que yo quisiera ser abogado-, le dije que pensaba ser como Malraux. Recuerdo la cara de estupor de mi padre, y también recuerdo lo que entonces me dijo: «Ser Malraux no es una carrera, eso no se estudia en la universidad.»

Hoy sé muy bien por qué deseaba ser como Malraux. Porque ese escritor, además de tener una expresión de hombre curtido, se había construido una leyenda de aventurero y de hombre no reñido con la vida, esa vida que yo tenía por delante y a la que no quería renunciar Lo que en esos días yo no sabía era que para ser escritor había que escribir, y además escribir como mínimo muy bien, algo para lo que hay que armarse de valor y, sobre todo, de una paciencia infinita, esa paciencia que supo describir muy bien Oscar Wilde: «Me pasé toda la mañana corrigiendo las pruebas de uno de mis poemas, y quité una coma. Por la tarde, volví a ponerla.»

Todo esto lo explicó muy bien Truman Capote en su célebre prólogo a Música para camaleones cuando dijo que un día comenzó a escribir sin saber que se había encadenado de por vida a un noble pero implacable amo: «Al principio fue muy divertido. Dejó de serlo cuando averigüé la diferencia entre escribir bien y escribir mal; y luego hice otro descubrimiento más alarmante todavía: la diferencia entre escribir bien y el arte verdadero; es sutil pero brutal.»

Así pues, yo en esos días no sabía que para ser escritor había que escribir, y además había que escribir como mínimo muy bien. Pero es que, por no saber, ni sabía que era preciso renunciar a una notable porción de vida si se quería realmente escribir Por no saber, ni sabía que escribir, en la mayoría de los casos, significa entrar a formar parte de una familia de topos que viven en unas galerías interiores trabajando día y noche. Por no saber, ni sabía que iba a acabar siendo escritor, pero un tipo de escritor alejado de la figura de Malraux, pues me esperaban aventuras, pero más del lado de la literatura que de la vida.

Pero escribir vale la pena, no conozco nada más atractivo que la actividad de escribir, aunque al mismo tiempo haya que pagar cierto tributo por ese placer. Porque es un placer y es -como decía Danilo Kis- elevación: «La literatura es elevación. No inspiración, les ruego. Elevación. Epifanía joyceana. Es el instante en que se tiene la impresión de que, en toda la nulidad del hombre y de la vida, hay de todos modos unos cuantos momentos privilegiados, que hay que aprovechar. Es un don de Dios o del diablo, poco importa, pero un don supremo.»

Hoy en día, con el auge de la nueva narrativa española, se dan entre nosotros dos tipos de escritores jóvenes, de escritores principiantes: por una parte, están los que no ignoran que se trata de un oficio duro y paciente, un oficio en el que se avanza en tinieblas y le obliga a uno a jugarse la vida, a arriesgar (como decía Michel Leiris) la vida como lo hace un torero; por otra parte, están los que ven en la literatura una carrera y buscan el dinero y la fama como primer objetivo de su trabajo.

No tengo alma de predicador y, además, no quiero desanimar ni a unos ni a otros, de modo que citaré de nuevo a Oscar Wilde, citaré ese consejo que le dio a un joven al que le habían dicho que debía comenzar desde abajo: «No, empieza desde la cumbre y siéntate arriba.» Gabriel Ferrater lo dijo de otra forma: «Un escritor es como un artillero. Está condenado, lo sabemos todos, a caer un poco más abajo de su meta. Por ejemplo, si yo pretendo ser Musil y caigo un poco más abajo, pues ya es bastante más arriba. Pero si pretendo ser como un autor de cuarta fila...»

Un escritor debe tener la máxima ambición y saber que lo importante no es la fama o el ser escritor sino escribir, encadenarse de por vida a un noble pero implacable amo, un amo que no hace concesiones y que a los verdaderos escritores los lleva por el camino de la amargura, como muy bien se aprecia en frases como esta de Marguerite Duras: «Escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiésemos.»

Plantearse escribir es adentrarse en un espacio peligroso, porque se entra en un oscuro túnel sin final, porque jamás se llega a la satisfacción plena, nunca se llega a escribir la obra perfecta o genial, y eso produce la más grande de las desazones. Antes se aprende a morir que a escribir. Y es que (como dice Justo Navarro) ser escritor, cuando ya se sabe escribir, es convertirse en un extraño, en un extranjero: tienes que empezar a traducirte a ti mismo. Escribir es hacerse pasar por otro, escribir es dejar de ser escritor o de querer parecerte a Mastroianni para simplemente escribir, escribir lo que escribirías si escribieras. Es algo terrible pero que recomiendo a todo el mundo, porque escribir es corregir la vida -aunque sólo corrijamos una sola coma al día-, es lo único que nos protege de las heridas insensatas y golpes absurdos que nos da la horrenda vida auténtica (debido a su carácter de horrenda, el tributo que debemos pagar para escribir y renunciar a parte de la vida auténtica no es pues tan duro como podría pensarse) o bien, como decía Italo Svevo, es lo mejor que podemos hacer en esta vida y, precisamente por ser lo mejor, deberíamos desear que lo hiciera todo el mundo: «Cuando todos comprendan con la claridad con que yo lo hago, todos escribirán. La vida será literaturizada. La mitad de la humanidad se dedicará a leer y a estudiar lo que la otra mitad de la humanidad habrá escrito. Y el recogimiento ocupará la mayor parte del tiempo que será así arrebatado a la horrible vida verdadera. Y si una parte de la humanidad se rebelase y se negase a leer las lucubraciones de los demás, mucho mejor. Cada uno se leería a sí mismo.»

Leyendo a los otros o a nosotros mismos, poco margen veo yo para estallidos bélicos y mucho en cambio para la capacidad de un hombre para respetar los derechos de otro hombre, y viceversa. Nada menos agresivo que un hombre que baja la vista para leer un libro que tiene en sus manos. Habría que partir a la búsqueda de ese recogimiento universal. Se me dirá que se trata de una utopía, pero sólo en el futuro todo es posible.

Enrique Vila-Matas

Tomado de: http://www.barcelonareview.com/

lunes, 26 de enero de 2009

hay seis guacharacas




hay seis guacharacas abandonando su patio de origen

una mujer disertando con tristeza de gato

sobre lo saludable que es contemplar una traición


puede que no use esta palabra

porque vive los días con la certeza de la soledad de Dios

pero nadie puede negar el habla de los limpios

ningún decir

sólo insinuaciones

para que cada cuerpo intuya la grandeza

para que cada cuerpo se resienta cuando dice
porque entre nombrar y decir hay un desierto


eso lo saben y practican los gatos
con su cola sólo sugieren

con su silencio sólo sugieren

con sus latidos de caballo sólo sugieren


se sientan en las sillas

y nos miran con la misma tristeza de Cristo en el monte

ellos tan frágiles y nosotros tan seguros
hablamos sin decir gritamos sin decir


no comprenden la palabra compañía

no adivinan los sueños y sus inevitables consecuencias
los abruman las causas los detalles del día
los mutismos y llamados de las falsas alturas


sólo ronronean
o se marchan a los lugares de la caricia
o beben del agua cuando estamos ausentes
saben de fuentes y de cómo y cuándo sorber
saben reconocerlas y se quedan tranquilos

no dicen nada
tranquilos

cual galaxia para anunciar un cambio


Del libro La respuesta de los techos (2008)

Alexis Romero (1966)

La poetisa cuenta hasta cien y se retira




La poetisa recoge hierba de entretiempo,

pan viejo, ceniza especial de cuchillo;

hierbas para el suceso y las iniciaciones.
Le gusta acaso la herencia que asumen los fuertes,
el grupo estudioso, libre de manos y cerrado de corazón.

Quién, él o ella, juramentados, destinados al futuro.
Hijos de perra clamando tan dulcemente por el verbo,

implorando cómo llegar a la santa a su lenguaje de neblina.
Anoche hubo piedras en la espalda de una nación,

carbón mucho frotado en mejillas de aldea lejana.

Pero después dieron las gracias, juntaron, desmintieron,
retiraron junio y julio para el hambre. Que hubiese hambre.

La niña buena cuenta hasta cien y se retira.

La niña mala cuenta hasta cien y se retira.
La poetisa cuenta hasta cien y se retira.

De
Libro de los oficios (1975)

Ana Enriqueta Terán (1918)

domingo, 25 de enero de 2009

Arte de anochecer



Hay un arte de anochecer.
De la entrada del cuerpo al alma,
de la niebla a la redondez
y del círculo al cielo;
hay un arte de luz,
un campo donde anochecer
es mirar la vida
con el cuerpo cerrado.
Hay un arte de anochecer,
un descenso en la entrada del día
a la completa oscuridad.
Un intermedio donde es necesario
recibir y saber todo sin estremecimiento.
Hay un arte,
un paisaje a veces amable,
a veces torvo,
donde ascenso y descenso son accesorios
de la materia limpia.
Hay un arte de anochecer.
Quien haya vivido o soñado con bosques,
luces y demonios,
lo sabe.

José Barroeta (1942-2006)


jueves, 22 de enero de 2009

Manos


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.

Sus manos parecen tijeras. O pájaros

sin sur, llenos de angustia.


Conocí a una que perdió a un hijo en una alberca.
Un niño de seis años que flotaba
como la colilla de un cigarro en un vaso de vodka.


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.


Sus manos no son nubes.


A vaces las veo pasar como si nada les pasara.
Llevan los precipicios debajo de la sangre.


Sé también de una Alejandra que fue violada

siete veces.


Un mordisco de metal.

Un reptil que se entierra en tu vientre.

Un cuchillo que te orina.


Siete veces.


Hay mujeres que se llevan las manos a la cabeza.


Sus manos son tijeras. Nunca nubes.


Tal vez tan sólo tratan de cortar el cielo, de fugarse.


Tal vez sólo quieren

atajar sus gritos en el aire.


Alberto Barrera (1960)
Cuadro: "Desesperada" (1999), de Noé Hinojosa Jr.

martes, 20 de enero de 2009

Un caballo redondo...




Un caballo redondo entra a

mi casa luego de dar muchas vueltas

en la pradera


un caballo pardote y borracho con

muchas manchas en la sombra

y con qué vozarrón, Dios mío.


Yo le dije: no vas a lamer mi mano,

estrella errante de las ánimas.


Y esto bastó. No lo vi más. Él

se había ido. Porque al

caballo no se le pueden nombrar

las ánimas ni siquiera lo que dura

un breve, vertiginoso relámpago.


Juan Sánchez Peláez (1922-2003)

De su libro Aire sobre el aire (1989)

lunes, 19 de enero de 2009

La poesía venezolana y la Academia (Parte I)







¿Para qué la Academia?



En primer lugar habría que preguntarse ¿sirve la Academia, la Universidad, para la poesía? ¿Necesita esta última de aquélla para su existencia? La respuesta, en un primer momento de reflexión es, por supuesto, no. La poesía existió antes de la formación de las universidades, tal y como las conocemos hoy día. Y, luego, ha seguido existiendo pese a ésta.



Es como el asunto de la filosofía… un problema similar. Recuerdo la anécdota de un profesor de la ULA que hacía mofa respecto a esa asignatura llamada “Introducción a la Filosofía”… decía que era lo mismo que indicar que podría hablarse de una "Introducción a la respiración": desde que el hombre toma conciencia de sí comienza a pensar, a razonar, a filosofar, sin necesidad de que se le introduzca en tales artes. Es decir: ¿es necesaria la Academia para ser un pensador?, ¿para ser un escritor, un poeta?





¿Para qué poetas en la Academia?



Ahora bien, por otro lado tenemos el asunto de que las universidades, los colegios: éstos deberían incluir en sus programas el estudio de la poesía (como de hecho se hace), puesto que la misma es considerada (aunque nadie da una explicación convincente de por qué esto debe ser así) necesaria para la formación del individuo.



Los poetas, por su parte, reniegan de los centros de enseñanza y hasta se horrorizan si se les insinúa siquiera que su obra pudiera ser estudiada en estos lugares... ¡Hasta que se les incluye! Cambia, entonces, mágicamente su opinión acerca de que se pueda hablar de, hacer o estudiar la poesía en tales recintos. Cuestión de excentricidades, supongo.



Los profesores, por otra parte, tienden a pensar que son ellos quienes pueden enseñar tal disciplina, los que cuentan con las herramientas y estrategias para hacerla comprender a los alumnos. El poeta, a lo sumo, podría ser un invitado para que el estudiante entre en contacto directo con el conocimiento de la cosa y del provocador de la misma.



¿Y el estudiante? Pues casi nunca demuestra interés por esta área quizás, seguro que esto contribuye a ello, porque no ha recibido la orientación necesaria, la introducción en el campo, la preparación para el estudio de la disciplina, durante su desarrollo como liceísta. En la Universidad solemos ver caras largas y una negación a priori para entrar en terrenos tan inasibles y escurridizos.



¿El poeta-docente o el docente-poeta?



Ésta es otra cuestión a tener en cuenta cuando se debate sobre el asunto. En oportunidades, un poeta, un escritor, debe recurrir a la enseñanza para sobrevivir en el mundo real. Y no decimos que lo haga a regañadientes, pues hay quienes disfrutan de esta labor. Cuando el asunto es así se puede partir de una experiencia viva que sirva de modelo, sobre todo para explicar los mecanismos internos más difíciles de aprehender en referencia a la materia. Quién sino un poeta para tratar de explicar qué sucede en él, cómo es ese asunto de la inspiración, qué mecanismos se activan al momento de gestar y escribir un poema. De la experiencia propia se salta al terreno de la especulación y podemos adentrarnos, así, con paso más o menos firme, en la experiencia del otro, del otro que también es poeta.



A veces, también, tenemos el caso del docente que tiene especial predilección por la escritura y que, inclusive, ha hecho tímidos aportes en el campo de la creación. Éste es el individuo que de tanto trabajar con el material llega a sentirlo parte de sí y se atreve a dar el salto al vacío de la creación poética.



Sin embargo, quizás es una mezcla de los anteriores... o una alternancia de los mismos, lo que abunda en los pasillos de los colegios y universidades. Aflora cada personalidad cuando se le abona el terreno que precisa para poner en práctica su manera particular de ver el mundo: a través de los ojos del poeta o de la mirada del maestro.

Miguel Marcotrigiano L.


Nota: Ésta es la primera entrega de una serie de dos. El trabajo es producto de mi participación en el Foro "Poesía venezolana: ¿una plaza vacante?", realizado el día 30 de abril de 2008, en la Sala E de la Universidad Central de Venezuela, organizado por el Instituto de Investigaciones Literarias de la UCV.

Tomado de: http://ocurreadiario.blogspot.com/


La poesía venezolana y la Academia (Parte II)




La poesía venezolana y su enseñanza



Es obvio que la enseñanza de la poesía venezolana no se limita al terreno de las Universidades. Muchos son los ambientes en los que se siembra esta semilla: ateneos, casas de la cultura, talleres programados y espontáneos, incluso cafés y cervecerías sirven de espacio para la discusión y, a través de ésta, para el aprendizaje del devenir de la palabra poética en nuestro país. Sin embargo, no puede negarse tampoco el indiscutible espacio que ofrece el ámbito académico para el estudio sistematizado del asunto en cuestión (y de cualquier otro, claro está).



La creencia común, ya asumiendo el toro por los cuernos, es que en el ámbito académico se privilegia la enseñanza de nuestra narrativa por encima de la poesía. Las razones van desde asuntos de índole editorial hasta el supuesto desconocimiento del tema por parte de los profesores.



No voy a profundizar acá sobre las instituciones que incluyen en sus programas la enseñanza de la literatura nacional, y más, de la poesía venezolana. Ya Santiago Acosta y Willy McKey lo han hecho en sendos artículos publicados en el Papel Literario de El Nacional, cosa que ha generado este encuentro. Tampoco voy a tratar de disuadir a los presentes acerca de lo que en ese espacio se afirmó, aunque muchos de los señalamientos sean discutibles, según mi criterio. El material tuvo una intención (supongo) y cumplió su papel. Se abrió un nuevo lugar para la reflexión de la “maltratada” lírica del país y de la supuesta “poca importancia”que se le da en el ámbito académico. Los programas existen, las carreras diseñadas en torno a nuestras letras también, así como existen hasta cursos de postgrado en el área.



Sí es cierto, sin embargo, que no pocos son los que consideran nuestra producción literaria como poco digna de ser estudiada en los sagrados pasillos de nuestras universidades y, más aún, los que han llegado a decir que una maestría en literatura venezolana es un exabrupto, porque nuestras letras "no dan para tanto". Poco oído habría que prestar a tales desmanes. No se trata más que del desprecio sempiterno a todo lo que se produce en suelo patrio: trátese de zapatos o de productos del espíritu, tales como los poemas. Si bien es cierto que a un mal poema se le notan las costuras, al igual que a un mal calzado, también es cierto que las más de las veces la exigencia del “erudito” descansa en prejuicios y subvaloraciones producto de su desconocimiento de oficio y del oficio.



Mi experiencia en el asunto ha sido más bien grata. Vi, durante la carrera de Letras en la UCAB, poesía venezolana dentro de los dos programas (de un año de duración, cada uno) de literatura venezolana: poemas esenciales de Bello, Maitín, Lazo Martí, Pérez Bonalde y Gerbasi, entre tantos otros. Cierto que en su momento no contábamos con programas más ambiciosos, bien entrados en el siglo XX, pero años después, ya siendo docente de la Escuela, pude presenciar cómo tras los nuevos diseños curriculares se incluía una Literatura Venezolana III. Los cursos, es verdad, son panorámicos y deben incluir una historiografía de nuestra literatura que abarque todos los géneros (narrativa, poesía, ensayo y teatro)… pero, en nuestro caso, de eso se trata: de ofrecer al estudiante unas herramientas que le permitan abordar el estudio de otros autores y que lo motiven al descubrimiento de nuevos poetas.



Los cursos de postgrado tampoco van a poder abarcar la muestra ideal de autores, puesto que sabemos que estos programas se diseñan limitadamente dentro de los linderos de las investigaciones particulares de los docentes que tengan en suerte dictar la cátedra. Así que queda en el estudiante (movido por manos expertas, por supuesto) indagar los vericuetos líricos que le permitan ser, en un futuro, un mejor docente: por éste se entiende aquél que ha sabido asimilar las enseñanzas de quienes lo formaron y que, a su vez, incorpora las pasiones investigadas por voluntad propia.



Por otro lado debo señalar los talleres, cursos y foros a los que he asistido en calidad de escucha: no han sido pocos y estos campos me han permitido ampliar, paso a paso, los horizontes de esta tierra dispuesta para el cultivo de nuestra poesía. Imagino que es el similar caso de quienes me acompañan esta tarde en el estrado.





La poesía… ¡a la escuela!



Para nadie es un secreto que la labor debe iniciarse en los liceos y colegios. Un profesor con firmes conocimientos de nuestra poesía (un enamorado, quizás) y que, además, esté caracterizado por el elemento que despierte la pasión en los jóvenes, podrá hacer una labor más constructiva que la que pretenda programa alguno. Y esto vale para cualquier disciplina, claro está.



La labor, así entendida, debería apoyarse en talleres y cursos extraordinarios que puedan complementar el trabajo del aula. Recuerdo el caso de mi misma persona, con unos cuantos años menos y con muchas horas libres, cuando organizaba estos cursillos que se dictaban en horas de la tarde (el colegio funcionaba en las mañanas) y al cual asistían con entusiasmo jóvenes de catorce, quince, dieciséis años, que preferían dedicar ese tiempo al conocimiento y el disfrute de poemas venezolanos, en lugar de invertirlos en actividades que podrían parecernos más atractivas a chicos de su edad. No se trataba de nada mágico, ni fuera de lo común lo que allí se hacía. Justamente ese era el valor: no ofrecerles a los chicos más que la lectura de unos textos fotocopiados y, a veces, el comentario de sus propias producciones.



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La poesía venezolana, a mi juicio, goza de buena salud y si adolece de algo será de la falta de una mirada precisa para ver dónde debe encontrarse y cultivarse. Nunca he compartido juicios pesimistas sobre ello no porque sea una suerte de Ghandi de la resistencia lírica nacional, sino porque realmente creo en que las cosas están donde las miremos. Allí, a tu lado, seguro reposa un buen poema. Éste, bajo la forma que ha escogido para ocultarse, espera por la mirada desprevenida que lo identifique…Definitivamente, no hay una plaza vacante… está ocupada y tú, que me escuchas (o que me lees), estás sentado en ella.


Miguel Marcotrigiano L.

domingo, 18 de enero de 2009

¿Por qué escribir?




Cada cual tiene sus razones: para éste, el arte es un escape; para aquél, un modo de conquistar. Pero cabe huir a una ermita, a la locura, a la muerte y cabe conquistar con las armas. ¿Por qué precisamente escribir, hacer por escrito esas evasiones y esas conquistas? Es que, detrás de los diversos propósitos de los autores, hay una elección más profunda e inmediata, común a todos. Vamos a intentar una elucidación de esta elección y veremos si no es ella misma lo que induce a reclamar a los escritores que se comprometan.

Cada una de nuestras percepciones va acompañada de la conciencia de que la realidad humana es "reveladora", es decir, de que "hay" ser gracias a ella o, mejor aún, que el hombre es el medio por el que las cosas se manifiestan; es nuestra presencia en el mundo lo que multiplica las relaciones; somos nosotros los que ponemos en relación este árbol con ese trozo de cielo; gracias a nosotros, esa estrella, muerta hace milenios, ese cuarto de luna y ese río se revelan en la unidad de un paisaje; es la velocidad de nuestro automóvil o nuestro avión lo que organiza las grandes masas terrestres; con cada uno de nuestros actos, el mundo nos revela un rostro nuevo. Pero, si sabemos que somos los detectores del ser, sabemos también que no somos sus productores. Si le volvemos la espalda, ese paisaje quedará sumido en su permanencia oscura. Quedará sumido por lo menos; no hay nadie tan loco que crea que el paisaje se reducirá a la nada. Seremos nosotros los que nos reduciremos a la nada y la tierra continuará en su letargo hasta que otra conciencia venga a despertarla. De este modo, a nuestra certidumbre interior de ser "reveladores" se une la de ser inesenciales en relación con la cosa revelada.

Uno de los principales motivos de la creación artística es indudablemente la necesidad de sentirnos esenciales en relación con el mundo. Este aspecto de los campos o del mar y esta expresión del rostro por mí revelados, cuando los fijo en un cuadro o un escrito, estrechando las relaciones, introduciendo el orden donde no lo había, imponiendo la unidad de espíritu a la diversidad de la cosa, tienen para mi conciencia el valor de una producción, es decir, hacen que me sienta esencial en relación con mi creación. Pero esta vez, lo que se me escapa es el objeto creado: no puedo revelar y producir a la vez. La creación pasa a lo inesencial en relación con la actividad creadora. Por de pronto, aunque parezca a los demás algo definitivo, el objeto creado siempre se nos muestra como provisional: siempre podemos cambiar esta línea, este color, esta palabra. El objeto creado no se impone jamás. Un aprendiz de pintor preguntaba a su maestro: ,,¿Cuándo debo estimar que mi cuadro está acabado?" Y el maestro contestó: "Cuando puedas contemplarlo con sorpresa, diciéndote: "¡Soy yo quien ha hecho esto!" Lo que equivale a decir: nunca. Pues esto equivaldría a contemplar la propia obra con ojos ajenos y a revelar lo que se ha creado. Pero es manifiesto que cuanto más conciencia tenemos de nuestro actividad creadora menos tenemos de la cosa creada. Cuando se trata de una vasija o un cajón que fabricamos conforme a las normas tradicionales y con útiles cuyo empleo está codificado, es el famoso "se" de Heidegger lo que trabaja por medio de nuestras manos. En este caso, el resultado puede parecernos lo bastante extraño a nosotros como para conservar a nuestros ojos su objetividad. Pero, si producimos nosotros mismos las normas de la producción, las medidas y los criterios y si nuestro impulso creador viene de lo más profundo del corazón, no cabe nunca encontrar en la obra otra cosa que nosotros mismos: somos nosotros quienes hemos inventado las leyes con las que juzgamos esa obra; vemos en ella nuestra historia, nuestro amor, nuestra alegría; aunque la contemplemos sin volverla a tocar, nunca nos entrega esa alegría o ese amor, porque somos nosotros quienes ponernos esas cosas en ella; los resultados que hemos obtenido sobre el lienzo o sobre el papel no nos parecen nunca objetivos, pues conocemos demasiado bien los procedimientos de los que son los efectos. Estos procedimientos continúan siendo un hallazgo subjetivo: son nosotros mismos, nuestra inspiración, nuestra astucia, y, cuando tratamos de percibir nuestra obra, todavía la creamos, repetimos mentalmente las operaciones que la han producido y cada uno de los aspectos se nos manifiesta como un resultado. Así, en la percepción, el objeto se manifiesta como esencial y el sujeto como inesencial; éste busca la esencialidad en la creación y la obtiene, pero entonces el objeto se convierte en inesencial.

En parte alguna se hace esta dialéctica más evidente que en el arte de escribir. El objeto literario es un trompo extraño que sólo existe en movimiento. Para que surja, hace falta un acto concreto que se denomina la lectura y, por otro lado, sólo dura lo que la lectura dure. Fuera de esto, no hay más que trazos negros sobre el papel. Ahora bien, el escritor no puede leer lo que escribe, mientras que el zapatero puede usar los zapatos que acaba de hacer, si son de su número, y el arquitecto puede vivir en la casa que ha construido. Al leer, se prevé, se está a la espera. Se prevé el final de la frase, la frase siguiente, la siguiente página; se espera que se confirmen o se desmientan las previsiones; la. lectura se compone de una multitud de hipótesis, de sueños y despertares, de esperanzas y decepciones; los lectores se hallan siempre más adelante de la frase que leen, en un porvenir solamente probable que se derrumba en parte y se consolida en otra parte a medida que se avanza, en un porvenir que retrocede de página a página y forma el horizonte móvil del objeto literario. Sin espera, sin porvenir, sin ignorancia, no hay objetividad. Ahora bien, la operación de escribir supone una cuasi-lectura implícita que hace la verdadera lectura imposible. Cuando las palabras se forman bajo la pluma, el autor las ve, sin duda, pero no las ve como el lector, pues las conoce antes de escribirlas; su mirada no tiene por función despertar rozando las palabras dormidas que están a la espera de ser leídas, sino de controlar el trazado de los signos; es una misión puramente reguladora, en suma, y la vista nada enseña en este caso, salvo los menudos errores de la mano. El escritor no prevé ni conjetura: proyecta. Con frecuencia, se espera; espera, como se dice, la inspiración. Pero no se espera a sí mismo como se espera a los demás; si vacila, sabe que el porvenir no está labrado, que es él mismo quien tiene que labrarlo, y, si ignora todavía qué va a ser de su héroe, es sencillamente que todavía no ha pensado en ello, que no lo ha decidido; entonces, el futuro es una página en blanco, mientras que el futuro del lector son doscientas paginas llenas de palabras que le separan del fin. Así, el escritor no hace más que volver a encontrar en todas partes su saber, su voluntad, sus proyectos; es decir, vuelve a encontrarse a sí mismo; no tiene jamás contacto con su propia subjetividad y el objeto que crea está fuera de alcance: no lo crea para él. Si se relee, es ya demasiado tarde; su frase no será jamás a sus ojos completamente una cosa. El escritor va hasta los límites de lo subjetivo, pero no los franquea: aprecia el efecto de un rasgo, de una máxima, de un adjetivo bien colocado, pero se trata del efecto sobre los demás; puede estimarlo, pero no volverlo a sentir. Proust nunca ha descubierto la homosexualidad de Charlus, porque la tenía decidida antes de iniciar su libro. Y si la obra adquiere un día para su autor cierto aspecto de subjetividad, es que han transcurrido los años y que el autor ha olvidado lo escrito, no tiene ya en ello arte ni parte y no sería ya indudablemente capaz de escribirlo. Tal vez es el caso de Rousseau volviendo a leer El contrato social al final de su vida.

No es verdad, pues, que se escriba para sí mismo: sería el mayor de los fracasos; al proyectar las emociones sobre el papel, apenas se lograría procurarles una lánguida prolongación. El acto creador no es más que un momento incompleto y abstracto de la producción de una obra; si el autor fuera el único hombre existente, por mucho que escribiera, jamás su obra vería la luz como objeto; no habría más remedio que dejar la pluma o desesperarse. Pero la operación de escribir supone la de leer como su correlativo dialéctico y estos dos actos conexos necesitan dos agentes distintos. Lo que hará surgir ese objeto concreto e imaginario, que es la obra del espíritu, será el esfuerzo conjugado del autor y del lector. Sólo hay arte por y para los demás.

Jean Paul Sartre (1905-1980)


Tomado de: http://www.litterarius.com.es/por_que_escribir.htm